Cuando ese 28 de junio el joven de 20 años apretaba el gatillo de su pistola 9 mm, una por entonces moderna FN M1910 con número de serie 19074, no imaginaba que encendía la mecha para que 70 millones de militares entraran en guerra durante 4 años, 3 meses y 14 días. Tampoco que debido a su dedo, él mismo moriría cuatro años después.

En ese momento, Gavrilo Princip pensó que solo mataba al archiduque Francisco Fernando, pero en realidad daba inicio a la I Guerra Mundial, en la que murieron 9 millones de soldados y 7 millones de civiles.

Los soberbios gobernantes de la época visualizaron el conflicto como un desfile breve de penachos y de colores, con música marcial y aplausos, pero la verdad fue otra, con trincheras hediondas, sangre fundida en el barro y una horrorosa evolución en la forma de morir llamada gas mostaza, que mataba a los soldados, produciéndoles graves daños en los pulmones. A pesar de las máscaras, morían con el rostro desencajado por la asfixia.

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Cuando 25 años después, el 1 de setiembre de 1939 una poderosa maquinaria de veloces tanques arrollaba los viejos conceptos de las infranqueables trincheras e invadía Polonia, la Alemania nazi inauguraba la “Blitzkrieg” y desataba la II Guerra Mundial. Esta otra mecha movilizaría más de 100 millones de militares y dejaría entre 50 y 70 millones de víctimas fatales.

Ahora la muerte volaba por el aire en grandes aviones que lanzaban racimos de bombas, hasta llegar a la gesta más demencial de la historia, a finales de 1945, con 135.000 muertos en Hiroshima y otros 75.000 en Nagasaki.

Cuando 105 años después de que Gavrilo Princip presionara el gatillo, el 31 de diciembre del 2019, desde Wuhan, China, informaban sobre un conglomerado de 27 casos de neumonía de etiología desconocida. Con penachos y colores el mundo celebraba en paz la llegada del nuevo año. Nadie imaginaba que el cierre del mercado, ese 1 de enero del 2020, sería el inicio del confinamiento de la humanidad.

Una vez más, la muerte volaba por el aire, pero no en grandes bombarderos. Y como en la I Guerra Mundial, el mundo era testigo de una nueva y horrorosa evolución en la forma de morir llamada covid-19, que mataba a los civiles produciéndoles graves daños en los pulmones. A pesar de los tapabocas, morían con el rostro desencajado por la asfixia.

Fue el inicio de una guerra nueva, más rápida que la “Blitzkrieg”, más evolucionada e inmisericorde en la que no había trincheras para protegerse porque no había balas. Tampoco bombas, ni soldados y los campos de exterminio no necesitaban de alambre de púas porque la gente moría ahogada en su propia casa. Y en las calles.

Si en la I Guerra Mundial se enfrentaron la Triple Entente contra la Triple Alianza y en la segunda las potencias del Eje lucharon contra los Aliados, esta vez en la conflagración no se distinguía bien la bandera de países, sino poder financiero, organizaciones y tecnología.

Por un lado, las grandes potencias como EEUU, Alemania, India, China, Rusia y Reino Unido fabrican vacunas para su población y la de sus aliados, pero por el otro no saben exactamente cuáles serán los resultados a largo plazo y las farmacéuticas –con más poder que los propios Estados– chantajean con contratos abusivos que los gobiernos deben firmar presionados por la población desesperada, alentada en gran parte por el temor al colapso económico y también por las fake news, que vuelven como un fantasma de la propaganda nazi para desinformar en provecho propio.

Envían rumores que desacreditan la calidad de los inmunizantes y países enteros suspenden la vacunación por las sospechosas muertes a causa de letales coágulos. Sin embargo, los grandes intereses reiteran que “los beneficios superan con creces los riesgos”. Y las personas que antes pedían a gritos por vacunas ya no están tan convencidas si el riesgo representa perder la única vida que poseen.

Un ejemplo es lo ocurrido con la vacuna AstraZeneca, llegada a Paraguay a través del muy desacreditado mecanismo Covax y destinada a proteger (¿proteger?) al personal de blanco y personas mayores que, a pesar de la inyección, siguen muriendo.

La desconfianza crece cuando, en plena encarnizada disputa mundial por inmunizantes, un país de 9 millones de habitantes –que vacunó solo a la mitad– anuncia que va a regalar 10 millones de dosis de este producto (AstraZeneca) porque ya encargó otra partida a Pfizer/BioNTech. ¿Por qué va a donar el doble de la cantidad que todavía necesita para salvar la vida de sus ciudadanos y esperar otras?

¿Por qué en esta guerra silenciosa de colosales intereses económicos, los europeos siguen contratando vacunas en cantidades exageradas, mientras que en los países menos favorecidos la gente fallece de a miles?

¿Sirven realmente las vacunas? Los gobiernos ponen la mano en el fuego asegurando que sí porque la apuesta es muy fuerte, pero en realidad solo repiten la propaganda sin tener ninguna prueba. Sus respuestas se basan en datos de organizaciones desacreditadas como la OMS o industrias interesadas en ganancias monetarias.

Estamos en guerra. Hasta ahora van más de 3 millones de muertos y 145 millones de “heridos”. En hospitales colapsados mueren pacientes y médicos; el desabastecimiento es crónico y aparentemente la única esperanza es una aguja. La desesperación lleva a las personas a automedicarse con ivermectina y las sociedades médicas rechazan esa salida porque ya también deja una estela de envenenados.

Como en cada nueva guerra, las técnicas de muerte mejoran. Tal vez dentro de algunos años los historiadores puedan revelar la verdad, pero no será pronto. Por el momento, lo único cierto es que hay que sobrevivir. Las vacunas aparecen como la única salvación, pero esa salida se da obligada por miedo a morir y no por confianza hacia los inmunizantes.

En medio de tanta incertidumbre, sería bueno recordar a Gavrilo Princip y no apretar el gatillo: debemos cuidarnos. Lo demás es humo de pólvora invisible, que flota a nuestro alrededor.

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