• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

El 30 de junio de 1971, la Corte Suprema de los Estados Unidos, con seis votos a favor y tres en contra, en inédito fallo para la libertad de prensa, resuelve que los diarios New York Times y Washington Post podían seguir publicando el contenido de los llamados “Papeles del Pentágono”, filtrados a los medios de comunicación por uno de los consultores privados contratados por el gobierno. La presidencia de Richard Nixon acude a los tribunales buscando aplicar la censura previa al resto del material, alegando que la seguridad nacional corría peligro al difundirse información clasificada. El estudio, que debía ser “enciclopédico y objetivo”, encargado en 1967 por el secretario de Defensa Robert McNamara (período de Lyndon Johnson), elaborado por 36 analistas y ordenado en 7.000 páginas, examinó detalladamente la guerra en Vietnam, detectándose procedimientos engañosos y mentiras al propio Congreso para continuar manteniendo las tropas estadounidenses en el sudeste asiático.

La película “The Post” o “Papeles del Pentágono”, dirigida por Steven Spielberg, nos recrea ese mundo idílico del periodismo de raza, aquellos días en que las discusiones incorporaban responsabilidades éticas, riesgos jurídicos, presiones financieras (especialmente bancos) y posibles daños, directos o colaterales, a los intereses de la nación. La decisión final, aunque ya sabida, siempre emociona: “Impriman”. Y la sirena anuncia que la hoy vieja rotativa estaba en marcha, haciendo vibrar al resto del edificio. Luego vienen las batallas jurídicas (New York Times v United States y United States v Washington Post) con resolución favorable para ambos periódicos. Si bien es cierto que el caso es razón de debates, ejercicios de clase y juicios simulados en las facultades de leyes, el común de la gente, y más que nada el mundo de la comunicación, registra de memoria la fundamentación de uno de los magistrados: “La prensa debe servir a los gobernados, no a los gobernantes” (Hugo L. Black).

Más allá de los sentimientos íntimos de cada uno de los actores de la vida real, el escenario que nos toca interpretar sobre evidencias nos muestra a la noticia en su esplendor de figura principal, el deber de transmitirla fidedignamente al público como su brazo ejecutor y el derecho del pueblo a estar informado como su manifestación ética. Tres años después, un Post que ya disputaba al Times su sitial de privilegio después de los “Papeles del Pentágono”, desnuda el escándalo Watergate, desencadenando una de las mayores crisis políticas de los Estados Unidos que concluye con la renuncia del presidente Richard Nixon. Eran tiempos en que el periodismo de raza mordía fuerte y con precisión para descubrir la verdad.

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Pero llegó una época en que el periodista, ansioso del estrellato, empieza a pelear a la noticia su legítimo espacio. Lo que el talento le impedía quería conseguirlo desde la posición del escándalo o las historias fraguadas. Siempre hubo inescrupulosos que, en nombre de la fama, sacrificaban deliberadamente la verdad. Sin ningún código de honorabilidad para rectificarse cuando la realidad le desmentía. Pero, actualmente, la excepción es al revés. Otra película, esta vez dirigida por Clint Eastwood, “El caso de Richard Jewell”, nos describe ese lado oscuro y perverso de esta profesión.

Durante los Juegos Olímpicos de Verano, realizados en Atlanta, un guardia de seguridad (Jewell) descubre en el Parque Olímpico del Centenario (27 de julio de 1996) una mochila que contenía explosivos. Dio parte a la Policía y ayudó a evacuar a cientos de personas. Aclamado como héroe, en pocos días pasó a convertirse en sospechoso. Aunque nunca hubo una acusación formal en su contra, fue víctima del llamado “juicio de los medios”, los que a la presunción le dieron categoría de certeza. Deslizado por el FBI un estudio sicológico de su personalidad, fue oficial de policía, que lo describía como “un terrorista solitario, fue públicamente escarnecido. Asediado por los investigadores para que se declare culpable y hostigado por una prensa infame, Jewell vivió exiliado en su propia casa. En el 2005, el verdadero culpable (Eric Rudolph) admitió su crimen. Jewell, entonces, inició una maratónica demanda contra los medios que lo difamaron, acordando cifras monetarias “no reveladas”, incluyendo CNN, NBC News y New York Post. Falleció en el 2007.

Todo este preámbulo es para intentar ubicar al periodismo paraguayo entre estas dos modalidades. El inicio de la pandemia provocada por el coronavirus corroboró el penoso rostro del show que pretendía distraernos de la tragedia que venía a ritmo de tormenta. Entrevistados y entrevistadores se disputaban el protagonismo en sketch de pésimo gusto y diálogos complacientes. La prensa estaba, en ese momento, a favor de los gobernantes. No somos censores de nadie. Solo apuntamos algunas observaciones críticas que puedan contribuir a la reflexión sobre el papel del comunicador en nuestra sociedad. Donde hace rato, el periodista, en general, desplazó a la noticia. Y con la opinión contaminando los hechos, como se contamina la escena de un crimen, generando confusión. Ahí estamos. Buen provecho.

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