• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

Meursault recibió un telegrama del asilo. Su madre estaba muerta. No interesa. Sigue impasible. Aquella muerte tendrá un significado, tal vez. Pero, de seguro, será en el abanico de las cosas un sinsentido. Como todo en este universo. Alguien, que debería evitar ese sinsentido –Dios o el universo– guarda un insoportable silencio. Y el mal se perpetua. Todo es absurdo, ab, surdus, imposibilidad de escucha. Así como Sísifo, quien en la imprecación divina de los dioses está condenado a acarrear aquella roca de la vida una y otra vez. Nadie escucha su queja. Sin detenerse. Como la vida, entretejida de gestos repetidos hasta el hastío. Es ese cansancio e impotencia que siente el doctor Rieux que se enfrenta a la peste, abrasadora, sabiendo que no puede ser vencida. Disputa, de nuevo, absurda, pues supone el compromiso moral de vencer a un patógeno, en un universo indiferente.

Dos novelas de Albert Camus (1913-1960), “El extranjero” (1942) y “La peste” (1947) y su pequeño ensayo “El mito de Sísifo” (1942), nos presentan un tema de hoy, de siempre: la deshumanización de la muerte en un mundo, aparentemente, impasible. Camus, argelino-francés, dramaturgo y novelista, pero, sobre todo pensador lúcido, nos presenta un cuadro perpetuo, y que, en este momento, con la pandemia del coronavirus, se muestra en primera persona: la muerte y, sobre todo, su deshumanización, indolencia que parecería atiborrar a la gente, encubriendo su sentido último. ¿Cómo plantearse esta situación límite? Camus, creo, lo hace en tres instantes: la necesidad de la pregunta, la indiferencia de la respuesta y la esperanza en la justicia.

LA PREGUNTA O EL PRIMER SUICIDIO

Lo primero es la pregunta. Para Camus, la del suicidio. Es el único problema filosófico serio. ¿Vale la pena vivir? El resto es hojarasca. No es la de la ciencia ni la objetividad dura, el lugar de la cuestión. Así inicia su mito de Sísifo. Si el universo carece de sentido, entonces, esa es la única salida racional. El resto es engaño, aunque sea precisamente la muerte la que deja sin sentido a la realidad. La muerte hace que la vida, sugiere en “El extranjero”, sea absurda. Los hombres mueren y no son felices, se lamenta. La muerte sobrecoge. Es la gran cárcel, la mazmorra que nos chantajea con su inevitabilidad. ¿Cómo hacer para que esta vida, la única, tenga sentido ante tamaña irracionalidad?

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Está la ciencia. El progreso. La racionalidad pura. Pero hoy, como siempre, dirá Camus, eso es un engaño. Trampa iluminista. La ciencia apenas puede sostener escaramuzas con un patógeno que protagoniza la historia. Es la peste la que controla la vida. Destruye sueños. Siembra el dolor. Lo inadmisible de la muerte no es mejor que la futilidad a lo Sísifo. El mito de la “objetividad” científica no vale, además, una vida. La ciencia es lo impersonal. Camus es categórico: Galileo hizo bien en retractarse. Su vida valía más que el descubrimiento de las órbitas de la tierra o del péndulo.

LA RESPUESTA O EL SEGUNDO SUICIDIO

La ciencia no es la respuesta. Ni la religión. Menos el poder. Esos esfuerzos dan una respuesta abstracta, impersonal, divorciados de todo compromiso con el entorno concreto: la de lo absurdo (palabra que Camus se cansó de repetir), de dar explicaciones de la muerte. La de los inocentes. No querer darse de bruces con esta realidad lleva a un segundo suicido, el “filosófico”, el evitar pensar en la posibilidad abierta por la primera pregunta: la del suicidio. No como Meursault, el protagonista de “El extranjero”, que se encierra, asumiendo su destino de indiferencia hacia todo: la de ser ejecutado, la de ser asesino, la de no sentir nada por la muerte de su madre, y menos sentir ningún arrepentimiento.

La vida es más que la economía, la política, las ideologías, y sobre todo en Camus, la ciencia y la religión. Es, sobre todo, la experiencia de la posibilidad de la felicidad en un mundo indiferente, donde los niños inocentes sufren y los seres humanos, ante esta realidad, cometen el suicidio filosófico. Se entretienen. No piensan ni saben cómo hacerlo. No quieren pensar. Se aturden con el trabajo, los eventos repetidos. Se cansan. Huyen de lo que ocurre, como acostumbrándose a los muchos muertos del coronavirus. Que no son muertos, sino mera estadística. Suicidio filosófico que arrastra a ser menos humanos. Seres insolidarios.

ESPERANZA EN LA JUSTICIA

Y, aun así, esa insolidaridad de ser hermanos cósmicos en un universo indiferente, Camus insiste, debe llevar al compromiso con el otro. Esa la provocación de la peste, ese absurdo abrazador que nos debe reunir a todos, generando empatía, ayuda mutua, solidaridad. ¿Es eso racional? Camus dirá que no. Racional es ser indiferente en un mundo sinsentido. Más bien, es una apuesta o como él dice, un método para vivir una vida que será mejor vivida cuando menos sentido tenga. El ser humano no es una pasión inútil, como le diría a Sartre, sino un rebelde. Es la rebelión, la de su “El hombre rebelde” (1951), que se resiste ante la injusticia, el sufrimiento. Es la esperanza terrena en la justicia.

¿Pero es eso todo? Tal vez no. Camus hace deslizar, subrepticiamente, cierta esperanza “última”: la de la santidad. ¿Pero entonces, cómo ser santo sin Dios? –se pregunta el personaje Tarrou de “La peste”–. La respuesta final es vaga, imprecisa, pues vivimos en un universo aparentemente huérfano, habitado de pequeños Calígula como Camus se lamenta en uno de sus primeros dramas, “Calígula” (1939). Somos ciudadanos de un mundo en donde se cree que, gracias a la libertad y al poder, todo es posible. Pequeños Calígula que, en nuestra insolidaridad, nos divertimos procurando hacer desparecer a la muerte, mantenernos en el poder, mientras otros gritan por ayuda. Y así, volvemos al inicio: nos volvemos casi todos Mersault, indiferentes, creyéndonos los únicos racionales. Camus, sin embargo, quería algo más que eso. Deseaba la dicha. Ante la pretensión de la muerte eterna, aspiraba la afirmación de una vida feliz. Creía que la vida, la nuestra, era como la un Sísifo, sí, pero la quería dichosa, responsable, solidaria. Dicha que a él mismo, como su vida, muy pronto se le escapó de las manos. Joven, 47 años, muere absurdamente en un accidente de tráfico. Había ganado el Premio Nobel unos años antes, en 1957.

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