Es la plaga. Una peste abrasadora, invisible. Mortal. Inevitable. Está matando a todos, destruyendo Atenas. La plaga, ¿tifus? –el coronavirus que azota hacia el 431 antes de Cristo– genera una crisis catastrófica al primer experimento democrático de la historia humana. Su estrella, Pericles, no es perdonada. Las parcas también se ceban del famoso hijo de Jantipo. Muere en 429. Y, sobreviene, lo temido: los demagogos destruyen la democracia, dadivosos con sus facciones y, regalándose ellos mismos, los beneficios de todo. No hacía mucho, el mismo Pericles, en su oración fúnebre a los caídos en la guerra del Peloponeso, alababa al sistema porque su régimen está en manos de muchos, no de unos pocos. Y esos muchos, se precian de su virtud, no del honor o riquezas. Este experimento democrático, emprendido por Solón hacia 593 y reformado por Clístenes en el 500, había tenido sus altas y bajas. Como había sido siempre. Hasta que la moira, ese destino fatal, anuncia su muerte, colapsando hacia el año 300. No más democracia en los siguientes 1.500 años.

Pero también hay un lado oscuro de esa historia. El sofista Protágoras, y, el naturalista Anaxágoras, amigos de Pericles, son cuestionados por codiciosos. Igualmente, Aspasia su mujer –sospechada de ilícitos– es juzgada. El escultor Fidias, constructor de la acrópolis, acusado de corrupción, de quedarse con parte del oro de su obra. La historia cuenta de un decaimiento moral, ¿mal endémico de la democracia? Ciertamente. O al menos se parece, sugiere Tucídides, el historiador aristócrata, poco simpatizante de Pericles. El mismo había sufrido el ostracismo, exilio legal, en la era democrática.

La democracia no fue, ni será pura. Salvando las mediaciones, de tiempo y lugar, refleja la condición humana. Esa otra peste, la corrupción. Y así continua. No es sorpresa que, algunos, hoy digan, en momento de crisis, en Paraguay o Europa o bien en Estados Unidos –para el caso da lo mismo– que “se vayan todos”. Sócrates dice algo parecido, aunque al final de su vida se retracta. La democracia tiene un límite. No se reforma cambiando a todos, sino, examinando el yo, a uno mismo. Es lenta, fatigosa, aun más, es una distopia, lejos de cualquier sueno ideológico.

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EXPERIENCIA Y NO TEORÍA

Sócrates, el filósofo fastidioso, moscardón molesto de la ciudadanía aletargada, es acusado de corromper a la juventud y negar a los dioses. Corría el año 399. Es juzgado por sus pares. La democracia es una experiencia radical: se fundaba en la igualdad y como tal, propugnaba que el derecho de juzgar se apoyara en la isonomía, igualdad ante la ley. Nada oído antes. Era, además, lo más práctico. Por eso no se encuentran teóricos de la democracia inicialmente. Platón y Aristóteles, que viven un poco después, tienen sospechas de ese sistema puramente pragmático. Rousseau o Tocqueville están aún a siglos de distancia. Sócrates, también, pero, lo acepta, y se ajusta a sus reglas, aunque se mofa de sus actores que pretenden saber, y realmente no saben. Yo por lo menos –dice– reconozco que soy ignorante.

Lo de experiencia aquí es clave. La democracia se hacía haciendo. Es un compromiso de todos. Su sistema de sorteo garantiza que nadie está exento de participar. Obliga a educarse: tolerar, respetar a la ley. Así, sirve y madura, a medida que se la vive, y como toda vida, tiene sus altas y bajas. Cada generación debe poseerla como algo propio. Pero ahí hinca la ironía socrática. El filósofo, en su habitual parresia –ese decir sin tapujos– la hiere en su centro débil: esta generación que lo juzga es corrompida, demasiados sofistas, charlatanes que gobiernan, la convirtieron en una oclocracia, gobierno de la chusma, un simulacro de gobierno.

REFORMA NO POLÍTICA

La crítica socrática es un examen de conciencia. ¿Qué es eso que hace a un régimen político más justo?, le había preguntado su alumno Gorgias. Sócrates dice que es el deseo de felicidad, del bien. La política debe satisfacer ese deseo. Pero el demo ateniense que lo juzgaba se prostituía al pretender que eso era mero delirio filosófico. Sócrates insiste, una democracia infestada de oportunistas, discutiendo cuestiones de Estado que no entienden, no sabe nada del deseo de felicidad, de la justicia. Solo busca el poder para enriquecerse. Él, en cambio, invita a conocerse a sí mismo. Es que, una vida sin autoexamen no es digna de ser vivida, advierte. Sócrates mira a lo esencial: el problema de la democracia no es político. Es el yo, el deseo, el ser ético, la felicidad. Y ello no se logra cambiando individuos, formas externas, leyes. Al contrario, el sistema presupone una vida examinada, ética. De cada uno. Muchos oyen, pero pocos lo escuchan. Sócrates es condenado. La asamblea de pares da su veredicto: 280 contra 221 y Sócrates debe morir.

Tampoco se lo escucha, poco o nada, a lo largo de la democracia moderna. Se lo condena: la modernidad pretende resolver siempre con cambio de leyes. O con violencia. Muchos somos parte de ese jurado. Tal vez, algunos, se mantienen exentos, como Tocqueville, para quien la democracia requiere hábitos transformados del corazón. O James Madison, que prescribe frenos y contrapesos legales, pero también conducta ética. Pero, si es ética, ¿cuál? Hoy, la posmodernidad habla sí, claro, de ética, pero lo hace como el Protágoras democrático: en un mar de incertidumbre donde lo que es el bien es elativo.

DISTOPÍA, NO UTOPÍA

Sócrates es ordenado a matarse. El jurado decide conforme a la piedad democrática: respeta su autonomía. Bebe la cicuta. Sereno. Agradece a todos. Paga sus deudas. Su vida material, recuerda a sus discípulos, no importa. Solo una conducta recta vale. Lo mata la democracia, aunque, el jurado presumía que Sócrates, que tenía alumnos influyentes, se escaparía. Critón, un ex alumno, claro, le ofrece huir de la sentencia injusta. Sócrates se niega. La ley de la ciudad, la de la democrática Atenas, se debe respetar, de lo contrario, verdaderos corruptos, utilizarán esa excusa para socavar, burlarse de la democracia.

Pero a esta también le sobrevendrá la muerte, su fecha de caducidad. Pero primero agoniza, al condenar a Sócrates, en sus gestos, contenido. Es distópica, limitada, frágil. Es la experiencia política menos mala, ciertamente –parafraseando al socrático Churchill– comparada con otras, pero lejos de ser la utopía. Es una propuesta que no resuelve su crisis con la ida de todos, sino con el cómo serán los que vendrán. Y si se conocen a sí mismos, como quiere Sócrates. El demos, cada uno, es responsable. Uno carga con el compromiso, en primera persona. Hoy, lastimosamente, esta modernidad tardía en que vivimos ha construido un mito: una peste tan mortal como la corrupción o el coronavirus. El que la democracia es la utopía que se arriba sin conversión del corazón. Antisocrática. Puro poder. Y así continúa, de crisis en crisis, gobernada por “políticos y expertos”. Blanqueando sepulcros.

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