EL PODER DE LA CONCIENCIA

En esta crisis de la pandemia las noticias llegan como agua de catarata desde todos los rincones del planeta y no hace falta demasiada inteligencia para entender lo que sucede y hasta lo que está a punto de sobrevenir. A veces es entretenido, otras asusta.

Y otras veces ocurre que el devenir de los acontecimientos es tan rápido que, aunque es posible presentir lo que sucederá, cuesta aceptar lo que se viene. Yo debo reconocer que es lo que me pasó hace 8 días cuando, tras analizar varios datos, pergueñaba lo que traería esta semana: una nueva ola de covid, pero sin embargo lo que se vino fue un tsunami.

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Por entonces dejé por escrito que “no solo no hay camas ni medicamentos, tampoco quedan casi lugares en los cementerios, al punto de que ya se menciona la posibilidad de habilitar fosas comunes. No creo que lleguemos a eso, a pesar de que el gran foco de contagio mundial se encuentra ahora en Brasil...”.

Hoy los nuevos positivos son récord y, efectivamente, en los hospitales no quedan camas disponibles para los ciudadanos, aunque sí para los políticos; la cifra de muertos diaria no baja de 30 (lo que nunca ocurrió desde la llegada de la pandemia al país) y lo peor: ¡se dio el primer caso de sepultura de un fallecido de covid en una fosa común!

El hecho se registró en Puerto Casado, en el departamento de Alto Paraguay, donde las condiciones de vida son realmente duras. Allí es más fácil morir que vivir y si la gente aún persiste es porque los pobladores son verdaderos guerreros o porque por accidente Dios dejó caer alguna bolsita llena de milagros durante la Creación.

Esas personas olvidadas del mundo, lejos de los recursos de la civilización, de las nociones de justicia o de salud, carcomidas por los parásitos del polvo y de la soledad, todos los días desafían los llamados de la parca y sin respeto le sacan la lengua en abierta burla a su poder. Total, ¿qué más pueden perder?

Y fue allí, en el norte del país, donde un hombre de 60 años perdió la apuesta frente al covid. A pesar de su resistencia, la batalla le fue desfavorable debido a la escasez de insumos y espacio en el sistema hospitalario.

El hombre, casi sin familiares, no se rindió fácilmente y durante días soportó los embates de la enfermedad en abierta y cruel desventaja. Tras una semana de lucha, la muerte le cobró todo el esfuerzo que le obligó a realizar para llevarse su cuerpo, mas no su espíritu.

Y con un dejo de venganza abrió el telón de la más vil de las escenas: carente de parientes, sin un sistema de sepelio en la zona y con el miedo generalizado al contagio, el difunto fue envuelto en una bolsa de plástico y trasladado lo más rápidamente posible a su última morada en un viejo acoplado que sirvió de carroza fúnebre porque nadie se animó a prestar una camioneta para el traslado del difunto. Claro, allá ni siquiera hay una morgue que pueda “complicar” las cosas.

Nadie acompañó el cortejo y ni siquiera fue depositado en un cajón para que sus huesos pudieran descansar en el viaje hacia la eternidad. Lo que quedaba del hombre y su dignidad fueron depositados –por no decir arrojados– a la oscuridad de la fosa común del cementerio de la zona mediante la pala de un tractor, como un verdadero apestado.

La maldición antes de Semana Santa que mencioné en la columna anterior se está cumpliendo. Estamos rodeados del virus, algunos enloquecidos y con aliento a alcohol gritándole a la muerte en la calle, otros robando dinero y oportunidades a los menos favorecidos y otros como autistas, escondidos tras una Biblia, como ratas, en lugar de ser luz y dirigir.

¿Se pude caer más bajo? Sí, siempre es posible. Yo me equivoqué. Pensaba que no podíamos llegar a esta situación y sí ocurrió.

Mientras que acá la gente vocea a los cobardes corrompidos y la Policía recuerda la época dictatorial, en algún lugar del Norte la tibia tierra cobija a un paraguayo que nació y peleó por la vida, un ser humano al que no le regalaron nada y que sin embargo conoció el amor, la risa y la amistad. Alguna vez él también tuvo una madre que le creyó perfecto.

Pero nadie le prendió una vela en la oscuridad, nadie lo acompañó hasta el final, nadie le ofreció una oración de despedida. Nadie le llevó flores, y, sin embargo, sobre esa fosa común, una mano invisible cada primavera le regalará las mejores flores silvestres. Tal vez sea la naturaleza, o quizá su madre, quien desde el más allá aún le arrullará para que duerma en paz.

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