EL PODER DE LA CONCIENCIA

Para un país en el que según el censo del 2002 el 90% de la población es católica, la Semana Santa debía ser el acontecimiento más importante dentro del calendario religioso. Y efectivamente lo era, pero ya no a la altura de las exigencias de la tradición.

En los años previos a la pandemia, “celebrar” la Semana Santa implicaba hacer planes de a dónde viajar con la conservadora llena de cerveza, a cuál pariente visitar en el interior del país para depredarle sus reservas y el último domingo, después de repartir los huevos de chocolate que dejaron los conejos (¿?), regresar a todo trapo a la capital antes de que la ruta se llene de “colegas” que también quieren descansar antes de reiniciar las labores cotidianas.

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Ya poco y nada quedaba de las costumbres de antaño, de cuando los mayores se congregaban para orar o para ir a misa y los niños tenían prohibido alzar la voz –mucho menos reír– para no molestar a Dios; tampoco podían correr o jugar, y desde el viernes hasta la medianoche del sábado, el mundo entero se sumía en el miedo porque quedaba a expensas de los demonios que deambulaban a los cuatro vientos, puesto que Jesús estaba muerto.

La pandemia cambió radicalmente la Semana Santa del 2020 con el eslogan “Quedate en casa”. Por primera vez en muchos años los paraguayos no realizaron la acostumbrada peregrinación turística anual.

Y no era para menos. La Semana Santa debía comenzar el 5 de abril, pero casi un mes antes, el 7 de marzo, se informó oficialmente que el mortal virus había llegado a Paraguay procedente de Ecuador a través de un hombre de 32 años. Apenas tres días después se confirmaba el segundo caso, ingresado desde Argentina.

La sombra del terror hizo noche en el espíritu de los paraguayos el 20 de marzo, cuando anunciaron el primer fallecido por covid. La muerte era real, había salido de los noticieros y recorría las calles de Asunción. La población decidió atrincherarse en su hogar y los planes para la Semana Santa, que comenzaría en apenas 16 días, fueron cancelados.

Este año, la Semana Santa se iniciará el 28 de marzo, en 15 días, pero el panorama es muy distinto a cómo se vivió en la prepandemia y también en el 2020.

Las estadísticas ya no solo registran un fallecido de forma esporádica como hace exactamente un año atrás, sino que ahora el covid deja una víctima fatal cada hora y el pronóstico todavía es más negro que la noche con las camas UTI saturadas, con el personal de blanco cansado, sin medicamentos ni vacunas... y lo peor, con la población que, como si fuera inmune, sale a las calles para exigir a las autoridades lo que debería recibir.

Vestidas de luto, en algún lugar de ultratumba las viejas desdentadas de antaño ya no reirán a causa de las travesuras de los hombres en Semana Santa ni tejerán los hilos de la vida. Por el contrario, se aferrarán con fuerza a su rosario porque el verdadero dolor se hará presente, como aquel que sintió María al ver a su hijo clavado en el madero.

Como una maldición anunciada, en 15 días, o antes, se verán las consecuencias de la impunidad de las autoridades y de la inconciencia ciudadana. No solo no hay camas ni medicamentos, tampoco quedan casi lugares en los cementerios, al punto de que ya se menciona la posibilidad de habilitar fosas comunes.

No creo que lleguemos a eso, a pesar de que el gran foco de contagio mundial se encuentra ahora en Brasil, país limítrofe en el que por día mueren unas 2.300 personas y donde nació una nueva cepa, más letal y pegadiza.

Son tiempos de cuidado. Si llegamos a la Semana Santa 2021 no debemos olvidar que en Pascua solo uno resucita. Todos los demás fallecidos se perderán los huevos de chocolate.

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