• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

En una sociedad políticamente desideologizada, se han ideologizado la frivolidad y la cultura del instante. Se imponen el discurso opaco y las poses estudiadas de los antiguos senadores romanos. Excesivo histrionismo, asumido o inconsciente, que enterró la lucidez de las ideas. Mucha vanidad y escaso pensamiento propio. De esa ensalada de ingredientes incompatibles se nutren las mentes que recitan conceptos que no pueden explicarlos. Hemos sido devorados por la resistencia a la lectura y la “pedantería dogmática”.

Ya casi nadie invierte dos horas al día en un libro de filosofía, literatura, sociología, historia, economía, derecho o en aquellos que buscan explicarnos, desde la teoría y la praxis, las complicadas relaciones entre Estado, poder y sociedad. ¿Que no hay tiempo? Controlen en sus celulares el contador de horas en las redes sociales y ustedes mismos armarán sus respuestas. La mayoría de los que accedieron a la oportunidad de una carrera universitaria no superó los límites de la folletería. Se conformaron con egresar en vez de graduarse. El producto final es “El hombre light” (1992), que bien nos describe el escritor, catedrático y siquiatra español, Enrique Rojas. En ese mundo navegamos.

En este proceso de desculturización o suicidio cultural, de desmemoria y amnesia histórica (o, peor, una historia víctima de los usos políticos) nos hemos desarraigado de nuestro propio entorno. El entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio nos explica más certeramente: “Somos parte de una sociedad fragmentada que ha cortado sus lazos comunitarios” (La nación por construir, 2005). De ese desarraigo surge “el relativismo como horizonte de la convivencia social y del quehacer político”, el que, a su vez, crea una riesgosa alianza entre “la democracia y el relativismo ético”, citando a Juan Pablo II. Lo único absoluto es que la moral y la verdad son prescindibles. Y en esa jungla de voces superpuestas, nadie rehuye ningún debate, total las verdades han reducido su universalidad a la percepción particular de cada uno. Cada individuo tiene su propia visión y versión de la realidad. El conocimiento ya no es interpelado desde la razón, sino desde la lógica del mercado y del consumo. En el reino del “nada es verdad, nada es mentira” el ser pasó a convertirse en un personaje secundario, por detrás del tener.

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En este punto es preciso realizar algunas consideraciones aclaratorias. La gran mayoría de los políticos en carrera atropelló este campo con una audacia merecedora de los mejores asombros (decimos “la gran mayoría”, para resaltar las excepciones). Ya lo dijimos en varios otros artículos. Y, su cara contraria, algunos excelentes profesionales en sus respectivas disciplinas –de esa minoría siempre saludable para la sociedad– se incorporaron a la política, pero con una notable renuencia, casi menosprecio, a formarse en los fundamentos esenciales de esta actividad y los conceptos ideológicos de sus propias asociaciones partidarias. Cabalgan, entonces, a contrapelo de la historia, sin más norte que el relativismo impregnado de pragmatismo.

A veces preferimos obviar análisis con estos contenidos por temor a vernos reflejados en el espejo de nuestra propia realidad. Realidad, para algunos, exagerada (la comodidad del hedonismo), y para otros, simplemente inexistente (conciencias alienadas). La mayoría ni la percibe. Pero es el único camino para autoexplorarnos, evaluar nuestro presente y reorientar el futuro. Los liderazgos han sucumbido ante este modelo. La política rinde tributo al pragmatismo de ganar elecciones, renunciando a la formación ideológica de los cuadros. Ya en el poder se improvisa sobre la marcha. Alguien, o muchos, deben gritar en el desierto antes de que la tormenta de arena nos ahogue y nos disperse.

Aunque este fenómeno traspasa todos los niveles sociales y organizaciones de conformaciones diversas, siempre es hacia la clase política donde se apuntan todas las expectativas y todas las decepciones. Porque es ahí donde más se evidencian nuestras debilidades intelectuales por la cotidiana exposición al público de sus actores. La ausencia de la imaginación creativa es suplida por la dialéctica de que el otro es el enemigo. Y sobre ese argumento se desarrolla un discurso que ni siquiera es capaz de exponer un análisis de conjunto, sino que es direccionado únicamente hacia el poder. Ni existe una estructura programática (siquiera mentalmente), ni un lineamiento ideológico para diseñar un país diferente al que tenemos. Todo se reduce “al abuso de la seducción por el juego de las apariencias” en esta “era del vacío” (Lipovetsky).

A diferencia de la dialéctica, la retórica es influenciable por las pasiones. Por eso aquella vieja fórmula: el discurso no solo debe convencer, sino, también, conmover. Que hoy resumimos en una sola palabra: seducir. Y para seducir no se requieren lucidez ni inteligencia. Basta con aparentarlas.

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