Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

El título de este artículo no es mera retórica. Es una preocupación hacia una cultura extendida. Aquellos que afirman que los derechos se reducen a los deseos, cualquiera estos fuesen, y la democracia correspondería al ámbito público, donde nada es verdad ni mentira, pero donde, paradójicamente, se satisfagan los mismos. Y si el cristiano no sigue esa cultura, comete el peor pecado: es antiderechos. Lo que incita a la exclusión de los mismos, por intolerantes. Pero si esa tendencia es en sí alarmante, hay algo más grave: la de considerar a los que se oponen a esta tendencia, casi sin derecho a hablar. ¿Razones? Deben callar por antiliberales, fundamentalistas, fanáticos, retardatarios, en suma, enemigos del progreso.

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Pero hay más. Ya no se considera a los cristianos como irracionales o supersticiosos –eso era antes, en los tiempos del siglo diecinueve–, sino algo más siniestro: ahora se los tilda de inmorales, discriminadores. Esto es nuevo. No se encuentra en los humanistas, o en Marx o Freud, incluso en Nietzsche, que aún hablaba de una moral cristiana de esclavos que debía rechazarse por ser igualitaria. Como se ve, la división sobre el contenido de la democracia liberal actual es profunda: no es sobre política o partidos, ni sobre razas o incluso economía, sino, como ya lo advertía, premonitoriamente, el filósofo psiquiatra Karl Jaspers hace más de cincuenta años, de concepciones del mundo. Concepciones o cosmovisiones tan diferentes que, para el que no las “habita” y solo las mira de “afuera”, resultan incomprensibles. Tan prejuicioso se ha presentado la posmodernidad respecto al hecho cristiano, que no solo lo empuja a un lado, sino que, lo insulta –margina–, por “inmoral”.

SOBRE EL DERECHO Y SU DIGNIDAD “ESTÚPIDA”

Se habla de derechos. Me parece bien. ¿Pero qué significa eso? Ubi societas, ibi jus, decían los romanos. No hay sociedad sin ellos. El derecho ordena, es cauce de la riqueza dinámica de una sociedad. Regula, da la forma. Pero la tradición occidental fue más lejos, y más hondo, en su visión jurídica. El derecho, en su significación amplia, analógica, no correspondía solamente a una cuestión normativa, sino que, el mismo, recibía su fuerza histórica, su centralidad, de la naturaleza humana, del bien y la moralidad. Así la ética del bien, hoy motivo de burlas, no podía estar desvinculada ni de la política ni del derecho. No todo deseo, ni mero acto de la voluntad correspondía a un bien. La persona, por “reflejar” a su creador –nadie se ha dado a sí mismo la vida– no era digna únicamente por la grandeza de sus actos, sino la nobleza de su ser.

La dignidad como aquello que le es debida a la persona como tal, no sujeta al arbitrio de los creadores de un sistema jurídico, era el fundamento sólido de los derechos humanos. La persona era libre y se hacía a sí misma, pero había una medida, su dignidad. A los ojos iluminados de hoy, este lenguaje es más que tonto. No hay un “piso” mínimo que se debe a la persona. El poder decide. No hay tal dignidad, o si la hay, es mera retórica que se refiere a autonomía: la posibilidad de hacer lo que uno quiere. Somos átomos. Steven Pinker, psicólogo de Harvard, alabado y seguido por docenas de juristas, sostiene que hablar de “eso” que se llama dignidad es “estúpido”. No fundamenta nada, ni en derecho ni en política. Así, los fetos, embriones o bebés por nacer –sin autonomía– serían meros “fenómenos”, como diría el ministro de salud argentino. Lo que existe es la autonomía de monos desnudos. Uno decide, movido por deseos, lo que quiere. Lo decide a cada momento: si se nace varón, se puede querer ser otra cosa, si se es mayor, se puede decidir ser un niño. O árbol. Eso es, expandir el abanico de deseos-derechos.

LA DEMOCRACIA ANTIRREPUBLICANA

Si la expansión de derechos como meros deseos es peligroso, no solo moral –que a muy pocos les interesa– lo es aún más políticamente. Se puede llegar a negar la igualdad constitucional. Si para defender un derecho ciudadano se tuviera que dejar de lado, en el ámbito público, de las propias convicciones cristianas, por ser antiderechos, entonces se establecerían, por lo menos, dos clases de ciudadanos: aquellos, seculares, que tienen reconocido su derecho a participar en el debate público “racional” y otros, de segunda categoría que no pueden, dada su condición de religiosos “irracionales” antiderechos. Una excepción habría, por supuesto: la de aquellos cristianos que participen, pero que no traigan a colación en el debate público las convicciones que los configuran: los esquizofrénicos políticos.

Esto es claramente discriminatorio. Más aún, un suicidio democrático. ¿Por qué? Por el aporte inmenso de experiencia cristiana a la política. El judeocristianismo relativizó el poder, el Estado. Solo Dios era Dios, y el Estado era juzgado por aquel. ¿Fue una relación perfecta? No, por supuesto, pero esa limitación, dad al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios, marcó definitivamente los límites al poder. Despojó al poder su ambición de satisfacer el deseo de todos. Solamente el hecho de hablar de derechos humanos moldeados por meros deseos, que pueden, a su vez, ser cambiados por otros, y estos por los siguientes, hace que los derechos humanos sea un pantano sin límites al servicio del poder. Así, nada sería irrevocable y, al decir del recientemente desaparecido filósofo R. Spaemann, no merecerían ni llamarse derechos. Dar satisfacción a todos los deseos: ningún sistema o poder o ideología puede hacer eso. El colmar todos los quereres llevan, poco a poco, a la supresión de todas las libertades. ¿Exagero? El tiempo lo dirá. Pero después de la punta del iceberg de una ley de la niñez no sería raro una propuesta de aborto para “expandir” derechos, y luego otra sobre la objeción de conciencia contra los que no quieren hacerlo, y luego, otra expansión contra la libertad religiosa, y luego, contra la prédica cristiana por delitos de “odio”. Basta mirar alrededor, en el vecindario, para verificar ese presentimiento. Hoy, la historia, que es global, lo está mostrando con hechos la tendencia de este totalitarismo “blando”.

MALA MEMORIA HISTÓRICA

¿Se han preguntado los progresistas sobre el testimonio cristiano, en el Paraguay, de Luis Alfonso Resk o monseñor Ismael Rolón como baluartes de la democracia? Si se los ha olvidado, se debería tal vez a una mala memoria. O tal vez al desconocimiento de la historia de lo que ha pasado. Un recuerdo final. Luego de la Segunda Guerra Mundial fue un grupo de cristianos el que reconstruyo un mundo laico-pluralista. Adenauer, Maritain, De Gásperi, Erhard, Schuman, Malik fundaron una nueva democracia y la declaración de los derechos humanos. Hoy, pocos lo recuerdan. Fue y sigue siendo una propuesta antitotalitaria: una democracia laica republicana que acepta al otro como ciudadano, con los mismos derechos que cualquiera, aunque pueda diferir en razones de vida, diferencias de cosmovisión, pero con respeto, tolerancia, dejando de lado su persecución jurídica, la acusación de odio. Sin eso, solo queda la noche de otra larga época dictatorial a la vista.

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