POR OLGA DIOS

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“En política, como en todo, lo contrario de un golpe con el puño derecho no es un golpe con el puño izquierdo, sino un abrazo”.

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Hay que ser valiente para escri­bir este libro. Aramburu es vasco y, como tal, parte de la historia de un país, de un pueblo y de esa esquiva y tramposa manía que tiene la gente de querer definir esa palabra: patria. Como algo cada vez más y más pequeño, exclu­yente y como una excusa para matar. El libro muestra ambas caras del conflicto; pero no disimula su propia forma de pensar. No la juega de periodista imparcial, él tiene una historia que contar, una que va de lo político y social a lo personal.

Desde la vuelta de la democracia en España, Aramburu nos va mos­trando cómo ETA se convierte en ese fascismo contra el cual dice luchar. La violencia y el reclutamiento no son opcionales. No hay lugar para el disenso. Ni siquiera para mantenerse al margen. El grupo de amigos, adolescentes, es donde el odio se planta y germina. A través de dos familias, de dos parejas de amigos: la de la víctima y la del victimario. Amigos de toda la vida, enfrentados por el terro­rismo. Bittori y Miren, amigas desde chicas, se casan con el Txato y Joxian. El Txato progresará eco­nómicamente y Joxian vivirá con lo justo. La amistad no sufrirá por esto, sino porque el Txato ha sido marcado por ETA. Primero, exi­gencias de dinero, “el impuesto revolucionario”. Paga una vez, y le exigen más, una suma de la que simplemente no dispone, intenta pedir un plazo, una extensión. Ya habían empezado con las pintadas por el barrio, en su empresa, en su casa, pero se multiplican y su destino se define cuando pintan lo que lo marca como presa: “Txato chivato”. El soplón es hombre muerto. El pueblo entero se aparta de él como de la peste, aún sabiendo que el Txato es un buen hombre. El miedo los convierte en cómplices colectivos.

En casa de Joxian, con la radicalización del hijo mayor, Joxe Mari, Miren toma partido por su hijo, en su ignorancia total abraza las consignas terroristas y justifica la persecución a sus viejos amigos. Nadie entiende porqué no se van del pueblo, si ETA los echó. Y un día al Txato le meten cuatro balazos en la calle. De la célula que lo “ejecuta”, forma parte Joxe Mari, ya fichado hace años por la poli­cía y viviendo en la clandestinidad. Pero nadie sabe quién apretó el gatillo, además, cuando finalmente cae, ya tiene tantos muer­tos en su haber que le dan 126 años de cárcel, sin poder probarle la muerte del viejo amigo de su padre. Cuando empieza el proceso de paz, décadas después, Bittori vuelve al pueblo, de donde se fue toda la familia luego del asesinato, sin siquiera poder enterrar a su marido donde vivió. Planta su bandera: una maceta con un gera­nio en la ventana.

La llaman “la loca”, pero nadie la odia más que Miren, para quien es simplemente “Esa”. Querés odiar a Miren; pero el autor la hace demasiado humana, le da demasiadas chan­ces de redimirse. Y quizás, en la redención de ella, esté la de su hijo terrorista, la de un pueblo entero que se enfrenta a su historia. El final, sin spoilers, es conmovedor. Simple, corto, profundo. Como esas dos mujeres. La que dejó de creer en Dios el día que mataron a su marido, y solo quiere que le pidan perdón para poder contár­selo a él cuando se muera también. Y la madre del terrorista que se sienta en la iglesia a discutir con la estatua de San Ignacio de Loyola. Duras, fuertes, leales a nada más que sus afectos, sus amo­res. Madres, esposas, amantes, al final de cuentas. Lo personal y lo político se vuelven a mezclar; pero quizás allí es donde Aramburu sabe nadar mejor: pone la paz, la reconciliación, en las manos de dos mujeres de pueblo:

“Pedir perdón exige más valentía que disparar un arma, que accionar una bomba”.

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