EL PODER DE LA CONCIENCIA

Por Alex Noguera

Periodista

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

alexnoguera230@gmail.com

El 25 de noviembre, pasado el mediodía, la muerte cosechó la vida de un ser que todos consideraban excepcional. Si hubiera nacido unos 2.500 años atrás, le hubieran llamado semidiós. Hoy el mundo está consternado, tratando de entender cómo es posible que el planeta quede huérfano de él.

Un mes antes, el 24 de octubre, pasado el mediodía, la muerte también capturó la vida de un ser excepcional. Si hubiera nacido unos 2.500 años atrás, habría pasado igual de desapercibido para el resto. Hoy el mundo sigue y absolutamente nada cambió, a nadie le preocupa que el planeta quede huérfano de él.

El semidiós y el nadie tuvieron vidas tan distintas y sin embargo el dolor por su partida es tan igual, que parece imposible. Uno, frente a las luces, sobre las tablas del teatro; el otro, en la oscuridad, detrás de las cortinas. Y es que a veces el destino nos sube a un bote del que no podemos bajar...

Han pasado más de 40 años desde aquella tarde en la que decidimos con un amigo ir a pescar. Jóvenes y llenos de energía, llegamos a la vera del río y sin miedo decidimos que ya era tiempo de abandonar la orilla desde donde acostumbrábamos arrojar nuestras liñadas y arriesgarnos a comandar un bote de remos.

Pagamos el alquiler y subimos nuestros implementos, seguros de que al estar en el medio del río tendríamos mejor suerte con las presas que capturaríamos, porque hasta ese día, las piezas pescadas eran más para esconderlas que para ostentarlas.

Y como astutos bucaneros, establecimos el curso de nuestro bergantín sin velas. Astutos, fornidos, bien alimentados, decidimos ir aguas arriba para luego, cuando fuera tarde, simplemente, dejar que la correntada nos devuelva al lugar del que habíamos partido.

Tras media hora de duro batallar, el compañero de aventuras me indicó que era tiempo de que yo también haga un poco de ejercicio con los remos. Cambiamos de lugar y durante otra media hora la tracción a sangre del navío se cobró la piel de mis manos hasta convertirlas en ampollas.

Y sí, luego de una hora de remar, decidimos que era tiempo de arrojar el ancla, que en realidad consistía en un trozo de cemento y que nada de semejanza tenía con las típicas anclas de hierro que veíamos en las películas de piratas.

No tardamos más de tres segundos entre arrojar el ancla y estabilizar nuestra nave en medio del río. Todo parecía perfecto, sin embargo un detalle nos llamó la atención: tras tanto esfuerzo con los remos, no habíamos avanzado nada. Estábamos en la misma dirección de donde habíamos alquilado el bote y hasta veíamos al dueño observarnos de reojo. Pareció que dibujaba una sonrisa burlona, pero no era momento de atender esas nimiedades. ¡El mundo era nuestro!

Bien pertrechados, con unas 5 docenas de lombrices y otras tantas morenitas de carnada, con entusiasmo preparamos nuestros anzuelos y los arrojamos con la esperanza de rescatar alguna ballena que se hubiera animado a remontar el cauce desde el río de la Plata.

Treinta segundos después de arrojar los primeros anzuelos nos llamó la atención que quedaran trancados en el fondo. Al estirar con fuerza los hilos, estos se soltaron y nos vimos obligados a armar otras tanzas, con otros anzuelos, con otras carnadas.

Eso no iba a menguar nuestro ánimo, así que cinco minutos después, nuestras dos plomadas surcaban los aires para zambullirse nuevamente en la esperanza de las turbias aguas.

Y otra vez, los anzuelos quedaron prendidos en el fondo, y de nuevo rescatamos los hilos vacíos.

Algo estaba mal. No habíamos previsto que el fondo estuviera lleno de rocas y nuestros anzuelos se soltaran con tanta facilidad. Por primera vez dudamos de nuestra suerte, sobre todo porque nos quedaban solo dos anzuelos para más de 100 carnadas. ¿Qué pasaría si se soltaban de nuevo y nos quedábamos con los hilos vacíos en las manos? No tardamos mucho en conocer la respuesta.

Por tercera y definitiva vez nos quedamos sin anzuelos. En el medio del río y evitando mirar hacia la orilla para que los pescadores se dieran cuenta de nuestra humillación.

Así que, con gran falsedad, finjimos que seguíamos pescando bajo el sol, en esa calurosa tarde de enero. Tres horas pasaron hasta que el astro se cansó de torturanos y decidió que era hora de ir a domir. No tuvimos tiempo de agradecerle su gentileza al dejar que las primeras sombras se hicieran presentes... y con ellas ¡los mosquitos!


Pareciera que esos malditos demonios alados no hubieran probado sangre en un siglo porque todos juntos y como aviones caza nos atacaron por todos los costados, disparando sin piedad sus dolorosas picaduras.


Como hombres de mundo, expertos en nada, saltamos con desesperación y tomamos la cuerda del ancla para subirla y así enfilar hacia la orilla. Primero él, luego yo, y finalmente los dos juntos... y el esfuerzo fue inútil. El ancla también se había pegado al fondo y nosotros seguíamos expuestos al ataque de los insectos camikaze.


La deliberación fue rápida. Decidimos tragar nuestro orgullo y pedir socorro. Y así, sin ningún romanticismo, como las más funestas canciones de sirenas que aterrorizaban a los marinos de antaño, de nuestras resecadas gargantas salió el grito de auxilio al iniciar la noche, que ocultó en parte tanta vergüenza.


En 5 minutos llegó el botero con cara seria y ni siquiera tuvimos que explicarle la menudencia del ancla atorada, menos mal, porque él sin ningún esfuerzo plantó ambos pies en la proa y con una técnica impecable (o magia), hizo que el pesado trozo de cemento volviera a la superficie.


Luego nos remolcó y no hizo mención de nuestra fallida aventura, tal vez con la esperanza de alquilarnos nuevamente su bote en otra ocasión.


Mientras recogíamos nuestro equipo observé un detalle que casi medio siglo después sobrevivió a mi ignorancia: los pescadores regresaban, y al hacerlo, sin querer, entendí que ellos jamás salían al medio del río para remar contra la corriente. Por el contrario, subían el curso del río pegados a la orilla, donde la corriente era suave y solo cuando habían remontado lo suficiente enfilaban hacia el medio de la correntada.


Para algunos, la vida es así, remando suavemente por la orilla hasta alcanzar sus metas; otros, sin embargo, envalentonados por su vigor -del poder, juventud o dinero- enfilan contra la corriente y gastan toda su energía de manera vana.


El semidiós y el nadie tuvieron vidas tan distintas y sin embargo el dolor por su partida es tan igual, que parece imposible. A veces el destino nos sube a un bote del que no podemos bajar hasta que es demasiado tarde.

Dejanos tu comentario