“Leonora es una hoja de papel en el viento, que tarde o temprano hará autocombustión” .

Por OLGA DIOS

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Si hay algo que me encanta de Elena Poniatowska es ella misma. La clase de persona que es, que quizás se traduce en el tipo de literatura que produce. Cercana a los 80 años, no deja de producir. “Güerita” y de ojos claros en su adoptivo México, nació en una familia aristocrática polaca. De hecho, tiene el título de Princesa. Por supuesto, lo desprecia. Del lado materno viene de un matriarcado de mujeres artistas, sobresaliendo su tía Guada­lupe “Pita” Amor. Sí, de apellido Amor. “La Princesa Roja” o “La Poni”, como al final se le quedó de apodo, mucho más cercano a su personalidad, hasta intentó usar el apellido Amor, pero nadie la tomaba en serio. Sus novelas son maravillosas, no solo por su don de narradora, sino por esa periodista que lleva dentro y se inmis­cuye en sus libros, peleándole el espacio a la ficción por los hechos. Ella lo que quiere es contar ese Siglo XX que tuvo el privilegio de vivir rodeada de gente que básicamente hizo la cultura mexicana, o la ensalzó.

En este la cuestión es perso­nal. La gran pintora surrealista inglesa Leonora Carrington, que hizo casi toda su vida adulta y su carrera en México, era su amiga íntima. Las separaban dieciséis años cuando se conocieron en la adolescencia de la autora, siendo ya vecinas en Ciudad de México. Leonora andaba por los treinta y pico y Elena era una adoles­cente curiosa: “Yo le hice gra­cia porque preguntaba todo, cualquier cantidad de estupi­deces. Preguntaba por puritita ignorancia, por no saber ni en dónde estaba. Tampoco sé nada ahora. Y sigo preguntando”. De esas preguntas surgió esa amistad, que con los años, se fue vol­viendo más cercana. Hasta el fallecimiento de Leonora, en el 2011, a los 94 años, cuando su amiga decidió emprender su biografía, para que nadie olvidase a esa mujer que se hizo surrealista porque pro­bablemente ella era surreal, fuera de su tiempo, diferente, valiente hasta la médula espinal.

Nació como la rica heredera de un imperio textil, pero desde niña se asumió diferente, tomó como natural esa capacidad de ver lo que otros no veían, y que algo debía hacer con ello. Desafió cuanta con­vención social existiese, rompió con todo y peleó por su derecho a ser una mujer libre, como persona y como artista. Leonora Carrin­gton es hoy una leyenda, la más importante pintora surrealista, y su vida, bueno, un sueño surrealista que parece pintado por ella. Vivió una tormentosa historia de amor con el pintor Max Ernst, su introductor a ese maremagnum del surrealismo, se codeó primero en París con Salvador Dalí, Marcel Duchamp, Joan Miró, André Breton y Pablo Picasso; hasta que a Max lo mandan a un campo de concentración nazi y Leonora, simplemente, enloquece. La encie­rran en un manicomio de Santander, del cual la ayudó a escapar su amiga Peggy Guggenheim, y la llevó a conquistar Nueva York con su arte. Pero algo de México la sedujo, el sur, Chiapas, esa mitología tan parecida a los “sidhes” o duendes de su infancia celta. Así que en México forjó durante toda su vida una de las obras artísticas y literarias más singulares y geniales. Elena Poniatowska sabe “retra­tar” a personas excepcionales, y aquí lo ha hecho con particular devoción. Convierte la vida de Leonora Carrington en una aven­tura apasionante, un grito de libertad y un testimonio invaluable sobre las vanguardias históricas de la primera mitad del siglo XX.

“La finalidad de la vida no es prosperar sino transformarse. Cuando uno se lanza a lo desconocido se salva”.

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