Por Aníbal Saucedo Rodas
Periodista, docente y político
La resistencia de los intelectuales, en su mayoría, a involucrarse en política es similar al fervor con que los políticos, en su mayoría, huyen de los libros. Los primeros optaron por la academia para la crítica reconstructiva, la creación literaria y la especulación filosófica; para sistematizar doctrinas, fundar y rebatir teorías y confrontar la acción práctica con el deber ser ético; para redargüir en las disputas morales y para enseñarnos los principios del buen gobierno. Marcan el camino, pero casi nunca lo transitan. Ese “casi nunca” implica las consabidas excepciones que nos enseña la historia. Algunos llegaron al poder, otros no. Y aun en el balance, los resultados han sido dispares.
La proporción es, sin embargo, a la inversa con los segundos. Todos atropellan con admirable ímpetu el campo de la política. Ninguno se reconoce incompetente para los cargos de más elevados rangos. Se confiesan profesionales de la política, aunque son escasos los que traspasaron el umbral ideológico de la política como profesión. No estoy reduciendo el conocimiento a la universidad. Estoy planteando la ausencia de una lectura sistemática, ordenada y enriquecedora de quienes eligieron transitar por los complejos empedrados del poder. Sería una torpeza no admitir las excepciones en esta última afirmación. El Congreso de la Nación es la mayor vidriera para el juicio evaluador. Aunque pocos, conozco a algunos diputados y senadores -personalmente o por escucharlos- que manejan con igual destreza el saber y el decir. Y, especialmente, uno que destroza sin esforzarse los argumentos de sus adversarios mejores titulados.
En el andarivel del Ejecutivo, más allá del mundo estrictamente académico, existe un marco mínimo de conocimiento que ningún gobernante, o aspirante a serlo, puede ignorar. Cierto es que hay dones que no se manifiestan en todos con la misma intensidad. Pero siempre queda el recurso de los buenos asesores y la sabiduría personal para discernir entre el bien y el mal, la corrección y la deshonestidad, la improvisación y la capacidad, y para diferenciar la esfera pública de la privada. Y, sobre todo, los límites referenciales entre política y partido.
En este país, decía el genial periodista Isaac Kostianovsky -Kostia-, a nadie se le niega un poema y un cigarrillo (citado por Roa Bastos). Hoy tendríamos que agregar el generoso reparto del título de “intelectual”. Basta con estructurar dos o tres pensamientos correctamente o publicar un libro para acceder a ese diploma. Así se conformó un círculo de iluminados que lanzan predicciones apocalípticas o exageradas loas impulsadas por efímeras emociones y no por el rigor de los hechos y el análisis lúcido de las coyunturas con perspectiva de futuro.
Con los intelectuales, en general, alejados de la política y los políticos, en general, espantados por los libros, el poder se convierte en un casino donde conviven el azar y el espectáculo. Grotesco, a veces. Lejos de los ideales de la preparación y la virtud para ser electos gobernantes, la política se ha degradado a la lógica del mercado. En las reglas de la oferta y la demanda, el candidato o la candidata es solo un producto maquillado que precisa ser vendido a los consumidores, perdiendo los electores su identidad de tales. Un buen equipo de marketineros se encargará, o lo intentará al menos, rellenar sus insuficiencias intelectuales (no confundir con el concepto de intelectual que explicamos más arriba). Algunas experiencias locales y extranjeras nos corroboran que ese cometido no siempre es posible.
La tempranera carrera -pero nunca prematura- por instalar candidaturas, como si fueran marcas, hacia la presidencia de la República, es un anticipo, por sus insinuaciones, de que el espectáculo marcará la tendencia y no la política. Y apelando al mismo lenguaje, muchas películas bajarán de cartelera antes de su estreno. O a mitad de semana, por el vacío del público.
No llegamos al extremo de Platón -que, por otro lado, descreía de la democracia-, cuando afirma que “a menos que los filósofos se hagan gobernantes o los gobernantes se ocupen seriamente de la filosofía (…) no habrá ningún término para la desgracia de las naciones, ni para la de la humanidad entera”. Mas, considerando que la filosofía, por su perfil escudriñador y su “visión totalizadora de la realidad”, es la madre de todas las ciencias, bien podríamos aplicar ese aserto para que, a la hora de elegir, evaluemos la formación, el nivel de conocimiento y el carácter moral de quién habrá de conducir los destinos de la República a partir del 2023. De lo contrario, no habrá término o punto final para la desgracia de nuestro pueblo.
El que quiera ser presidente o presidenta deberá conocer, mínimamente, cuál va a ser su trabajo y cómo deberá hacerlo. Nosotros somos la mesa examinadora.