Por Carlos Mariano Nin

Columnista

Es una historia vieja, pero bien vale recordarla. No para revivir el horror, sino para ver que muchas veces las cosas no son lo que parecen, ¿o si?

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8 de octubre del 2018. Era un lunes. Los medios de comunicación se concentraban en el microcentro de Asunción. La Policía entraba y salía de una casa ubicada sobre las calles Oliva y Montevideo.

Un vecino preocupado por el mal olor, un ejército de fiscales, más policías y curiosos, presagiaban que algo grave había pasado.

Dicen que el primer cuerpo apareció detrás de una puerta, entre una pequeña montaña de escombros y ropa. Era Julio Rojas. Muchos pensamos que era un crimen como tantos de los que ocurren casi cotidianamente. Pero el olor fuerte y las moscas llevaron a los intervinientes al fondo de la casa, una vivienda vieja y descuidada con ese toque invisible pero tenebroso de lo desconocido.

Otra vez los escombros, un piso de cemento casi recién hecho y de nuevo moscas, muchas moscas, revelaban que había algo más.

No fue necesario excavar mucho. Allí, en dos fosas, estaban los cuerpos en descomposición de Dalma Rojas, su madre Elba Rodas y sus pequeños hijos Saulo y Cristian. Un manto de cal viva aceleró la descomposición como si el asesino hubiese intentado borrar toda huella del terrible crimen.

Los detalles de los asesinatos que daba el forense nos arrastraron a todos hasta el más absoluto horror.

Entonces las miradas apuntaron a Bruno Marabel, pareja de Dalma. Tras el hallazgo, el joven se había dado a la fuga, pero no llegó lejos. Poco después era detenido por la policía.

Un aluvión de pruebas y un sinfín de contradicciones en sus declaraciones lo fueron sepultando en un proceso plagado de interrogantes y preguntas sin respuestas aparentes.

No había dudas de que era el asesino, pero, ¿había actuado solo Bruno Marabel? La Fiscalía imputaba entonces a Araceli Sosa y Alba Armoa, compañeras de trabajo del principal sospechoso. Ambas, días después de los asesinatos, habían estado en una fiesta en la casa, organizada por el propio Marabel. Tiempo después, Alba Rocío Armoa era sometida a un procedimiento abreviado y condenada a dos años con suspensión.

Pero Araceli sostuvo su inocencia y no aceptó una salida alternativa. Salió en tapas de diarios y revistas, apareció en todos los noticieros y fue noticia.

Más allá del proceso, la joven fue condenada por un público sediento de respuestas y limitado por el morbo.

Más o menos así se llegó al juicio oral. La condena a Marabel fue contundente.

El Tribunal de Sentencia integrado por tres juezas declaró a Marabel culpable y fue condenado a 30 años de cárcel más 10 por las dudas.

Pero poco antes, María Araceli Sosa, sindicada por la Fiscalía como cómplice en los crímenes, fue absuelta. Las magistradas consideraron que la investigación de los fiscales fue deficiente y no logró demostrar su implicancia.

Dos años presa, miles de palabras en los diarios, pero en realidad, era inocente según el Tribunal.

Sus declaraciones fueron tan contundentes como la vergüenza de quienes le juzgaron: “Nadie va a devolverme todo lo que perdí”. Y es verdad, la sociedad ya la condenó. Una vez más se violó una garantía constitucional. La presunción de inocencia no presumió de nada.

Araceli deberá comenzar de nuevo y luchar contra los prejuicios. Su inocencia quizás solo quede en los papeles y en su libertad, pero seguirá siendo una rehén del sistema. Ese que tira la piedra y esconde la mano. Que condena y no da vuelta atrás y que somete a los condenados a la más brutal de las vergüenzas.

Pero esa... es otra historia.

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