El peso argentino, contra el dólar, pierde. Hay que tener en el bolsillo no menos de 165 billetes nacionales y populares para comprar, en el mercado ilegal, una –solo una– de las monedas norteamericanas. Para llevar a la mesa 1 kilo de asado –en el país que otrora fuera productor cárnico relevante– exige al consumidor invertir, en promedio, unos $ 450 (US$ 2,75); un litro de leche, $ 60 (US$ 0,40); 12 huevos, $ 110 (US$ 0,67); 1 kilo de pan, $ 75 (US$ 0,45); 1 kg de arroz, $ 63 (US$ 0,39).
Casi una misión imposible para una sociedad con unos 42 millones de habitantes de los cuales cerca del 50% está en la pobreza; un 13% no tiene trabajo y, los que sí lo tienen, en el circuito formal, perciben como salario mínimo vital y móvil, desde noviembre del 2019, $ 16.875 (US$ 102,30). En las últimas horas, en este país, se reportó formalmente que la pandemia de SARS-CoV-2 provocó la muerte de poco más de 31 mil personas e infectó a cerca de 1,2 millones. La suspensión del derecho constitucional de transitar libremente –como consecuencia de la peste– sigue vigente desde el 20 de marzo pasado.
En consecuencia, trabajadoras y trabajadores informales no pueden hacerlo. Entre tanto, las dirigencias y mesas de conducción de los partidos políticos más tradicionales en la Argentina, al igual que las organizaciones de trabajadores y trabajadoras, las de profesionales, las sociales, están fragmentadas y se señalan unas a otras con acusaciones recíprocas de ser las responsables del naufragio. Una buena parte de la sociedad a casi todas y todos esas y esos líderes de la nada los ignora o les presta la atención imprescindible para saber cómo involuciona este país que alguna vez tuvo casi todo y pocas carencias.
Desde hace muchos años la situación cambió radicalmente. Falta de todo. Trabajo, viviendas, educación, justicia, seguridad social integral y ciudadana, por solo mencionar algunas de las más visibles. La exclusión avanza por sobre la inclusión. Crece la idea y la acción de emigrar en busca de una mejor calidad de vida. Sin embargo, desde el pasado jueves, líderes y lideresas solo han ocupado sus horas en el análisis de un texto escrito por la vicepresidenta Cristina Fernández. Un total de 17.916 caracteres (letras con espacios), a lo largo de 34 párrafos que ocupan 298 renglones, en los que la autora unió –en procura de producir sentido– 2.980 palabras, fue preocupación única de quienes ocupan sillones de poder por el voto popular. ¿Qué dijo y a quién se lo dijo, cuando la que lo dijo, dijo lo que dijo? Por si algo faltaba, el ex presidente Mauricio Macri le respondió a la señora Cristina con dureza, algo de incredulidad y condiciones.
Cristina propone “un acuerdo que abarque al conjunto de los sectores políticos, económicos, mediáticos y sociales de la República Argentina”. Mauricio respondió: “Cuesta entender las motivaciones de la carta de la vicepresidenta dirigida al presidente (Alberto F.) y las versiones que sostuvieron que hubo acercamientos con gente de mi entorno. Quiero negar rotundamente esa información y cualquier acercamiento”. Luego condicionó el eventual diálogo sobre temas tales como “propiedad privada”. Según el reconocido consultor local Jorge Giacobbe, en una de sus más recientes encuestas, consultó: “¿Qué sentimiento le despierta el futuro de la Argentina?”. El 20,6% respondió “pánico”; 18,1%, “temor”; 28,2%, “incertidumbre”; 15,4%, “moderado optimismo”; y, 15,9%, “entusiasmo”. No es el único relevamiento que permite verificar este clima social. Giacobbe aporta luego que el 55,4% de la muestra consultada sostiene que tiene “nada de confianza en la dirigencia argentina para salir de la crisis”.
Quizás por estas razones no son pocas ni pocos los que sienten que todo tiempo futuro será peor. La imagen negativa de la vicepresidenta Cristina F. alcanza 60,2%; la del presidente Alberto F., 52,9%; la de Mauricio Macri, 52,4%. Ella y ellos lo saben. Están cada día más débiles y lejanos. ¿Entenderán las unas y los otros que todo poder es vicario? ¿Que la sociedad se los concede solo por un lapso limitado? Damas y caballeros, señoras y señores, compañeras y compañeros, ciudadanas y ciudadanos, todas y todos, es tiempo de acordar. Quien quiera oír, que oiga.