Desde hace siglos, vaciar una calabaza y tallarla de forma que tuviera ojos y una boca para finalmente colocarle una vela dentro y encenderla cuando llega la noche del 31 de octubre para evitar la visita de un ser maligno se convirtió en tradición en muchos países.
El inicio de esta costumbre –que hoy se conoce como Halloween– se remonta a más de mil años antes de Cristo, cuando la víspera de Día de Todos los Santos los celtas se disfrazaban para ahuyentar a los malos espíritus, puesto que creían que esa noche estos asolaban la Tierra y llevaban enfermedades y muerte a las familias o a su ganado y hasta eran capaces de incendiar una casa.
Mientras que para unos esta jornada nocturna es una oportunidad de diversión, para otros es una absoluta herejía y al amanecer del 1 de noviembre comienza la fiesta católica que honra a quienes lograron superar el Purgatorio y alcanzado el Cielo. La celebración incluye a los ángeles, a la Virgen, a la Santísima Trinidad y, por supuesto, a los santos.
Entre el 1 y 2 de noviembre otras culturas también rinden culto a la muerte con la festividad del Día de Muertos (según la creencia para que el difunto llegue bien a uno de los cuatro paraísos), así como el Día de los Fieles Difuntos, ocasión en que los católicos visitan en el cementerio a sus familiares fallecidos.
Ya sea que uno crea en espíritus malvados, en brujas que vuelan montadas en escobas o en festividades para honrar cosechas o difuntos, estos días nos hacen reflexionar sobre el inevitable paso que debemos dar todos en algún momento cuando el boleto del viaje terrenal nos obligue a bajar en la última estación.
El celular, el dinero, las noticias, la televisión, las computadoras y las brillantes luces que nos encandilan de día y de noche nos mantienen en trance y hacen que olvidemos cuán efímera es la vida.
Solo cuando un ser querido nos deja sentimos el gran vacío que se forma y la angustia de no volverlo a ver. Cada momento es propicio para que el monstruo que vive en el subconsciente se burle de nuestro dolor enviando recuerdos y lágrimas, sombras y siluetas que desaparecen o se convierten en realidad con el rostro cambiado.
La sonrisa de la calabaza con vela resuena y por breves instantes podemos percibirla a los lejos dudando de su existencia.
El vacío que deja el ser querido al partir es tan pesado y la soledad tan inmensa que el dolor se replica como eco en el alma. Solo el cansancio del llanto permite esconderse y descansar por breves lapsos en los sueños, pero nuevamente el monstruo hace que despertemos con un sobresalto en el pecho y la tristeza como océano cósmico.
Poco o nada sirve escribir sobre la vulnerabilidad de estos momentos, puesto que la racionalidad de la mente no es la afectada y dice que todo está bien. La conciencia se siente fuerte sumando uno más uno porque entiende que nada puede cambiar el resultado, sin embargo en la oscuridad del subconsciente el desconsuelo vaga a tientas mientras oye la risa del monstruo que acecha.
El que siente la herida abierta entiende de ese miedo, de esa soledad y de esa ausencia tan dolorosa. Los demás, mientras, juegan a vivir para olvidar la última estación que se acerca.
PD: En memoria de Kaina, de Karina, de Jou y de Alicia. Ellos ya nos esperan del otro lado.