Por Mario Ramos-Reyes

Filósofo político

Vivimos un tiempo de incertidumbre y duda, o como algunos repiten, de una sociedad líquida, resbaladiza y donde cualquier afirmación en contrario, la de una convicción que se dice verdadera, es tenida como fundamentalista, fanática, excluyente, discriminatoria. Es la época de la posverdad, o lo que yo llamo aleteia fobia, de fobia u odio a la verdad. La raíz de la palabra aleteia, quizás, puede pasar desapercibida para algunos, pero su etimología es significativa. Es una palabra griega compuesta del prefijo a, que señala a una privación, al “sin” y, leteia, a “ocultar”. Verdad es así desocultar, desvelar, correr el velo. Hoy se tiene fobia a ese sacar el velo. No debe extrañar, entonces, que la labor de la filosofía ha sido ese desocultamiento: poner a la luz lo que está velado, como la entendían los griegos.

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Se debe notar otro aspecto, que no es poca cosa. Y es el hecho de que la posverdad no se reduce solamente a un vocablo, pues es algo más que una mera cuestión gramatical. No es una época, la posverdad, que viene, cronológicamente, luego de otra, la de una “época de la verdad” y donde esta sería anterior –de ahí lo de post– con t, sino una actitud, o estado de la mente respecto a la verdad. Para la posverdad, eso de la verdad no solo no existe, sino que no ha existido jamás (aunque algunos, oscuros e inmaduros personajes, la hayan creído). No ha sido sino la ilusión de un tiempo triunfalista. La nuestra, época pluralista y democrática, debe superar todo eso.

POLÍTICA, PLURALISMO Y DEMOCRACIA

Esa es la pretensión, por ejemplo, de Richard Rorty, tal vez el más importante filósofo norteamericano del siglo veinte, para quien una democracia pluralista es incompatible con la afirmación de la verdad. Por supuesto, en esto no está solo ni mucho menos. Esta idea no es nueva, aunque, hoy, su hegemonía cultural es innegable. La democracia liberal, se argumenta, no es sinónimo de ningún valor en sí, sino de una serie de procedimientos legales en donde no es posible un concepto universal del bien o de la vida buena, sino una variedad de perspectivas individuales, incompatibles e inconmensurables entre sí, como fuente generadora de derechos.

Todo parece indicar que la política y la democracia no pueden no ser relativistas. Esto lo subrayaba Jacques Maritain, el filósofo francés, ya a mediados del siglo pasado, una época de grandes promesas democráticas, al recordar el caso de Pilatos, el gobernador quien preguntara sobre la verdad (Juan 18:28). Pilatos no espero una respuesta, escéptico como su tiempo y recurre al pueblo. Ahí reside su “fuente”, para la verdad, su legitimación. Pilato “maniobra”, como político sin escrúpulos, zafándose de enunciar alguna convicción que lo confronte con Roma. Solo tenía conciencia del poder, no de la verdad.

PRIMACÍA DE LA DEMOCRACIA SOBRE LA FILOSOFÍA

Rorty, más sofisticado, pero en esta veta cultural, piensa que la única opción para la democracia es la del escepticismo solidario. La democracia debe tener así, según Rorty, primacía a la filosofía. Lo práctico es prioritario sobre lo especulativo. La verdad, si cabe hablar de ella, es un concepto “blando” “moluscoide”. Refiere, dice jocosa e irónicamente, a lo que tus contemporáneos te permiten decir de la realidad. Y ese “permiso” se justificará, si esa “verdad”, la nuestra, se la puede justificar solamente por su utilidad, la de ser útil a alguien que la escucha y la comprende. Sea cual fuere. Es la aceptación por un grupo, etnocéntrica, de su ventaja la que justifica su racionalidad.

El ciudadano, en democracia, pertenece y se debe a una comunidad. Su legitimación es, por eso, “etnocéntrica”: solo “verdadera” en relación a un grupo. Sostener lo contrario, la de algo ser verdadero a pesar de los que quiere la mayoría, es ser hereje respecto a la democracia. Como serían personajes como San Ignacio de Loyola, según Rorty, intolerantes, fundamentalistas, dogmáticos. Pero también filósofos como Nietzsche. Serían los enemigos, los “locos” en medio de los “cuerdos” del pluralismo pragmático y relativista de la democracia liberal. No queda otra. Solo esos ciudadanos “cuerdos y sensatos”, relativistas y permisivos, pueden crear un lenguaje que de luz. La realidad solo existe en el habla y el modo de expresar. No solo no existe una verdad a ser conocida, la de la persona, por ejemplo, sino que la racionalidad misma no se puede definir. O la libertad. O la igualdad. O la justicia. Se las debe crear, lingüísticamente. Y estructúralas, políticamente. Lo que es verdad hoy puede dejar de serlo mañana. Solo una actitud de incertidumbre, duda, de posverdad, es la auténticamente democrática.

POSVERDAD COMO “ESPACIO” DEMOCRÁTICO

Volvemos al punto de partida: la aleteia-fobia como rechazo visceral de la verdad. Todo es suspendido en el aire, conforme no solo a la opinión de la mayoría, sino dejando que cada individuo “hable” de lo que es bueno para él, pero que puede no-serlo para otros. No hay esencias, no hay naturaleza humana común. Una república liberal democrática debe proteger, de este modo, ese derecho a la autoconstrucción del yo, olvidando toda pretensión real común, objetiva, verdadera, sea la del bien, la de valores sustantivos, la de dignidad humana, y derechos inalienables, naturales. Los nuevos derechos son acuerdos mayoritarios, utilitarios, pragmáticos de nuestra racionalidad egoísta: yo decido por mí mismo, conforme a lo que quiero y me percibo. Pero, me pregunto, ¿es esa postura sostenible?

La posverdad es pasto fértil para el poder, y su manipulación. Es el espacio ideal para la ideología. Al no haber “realidad”, todo es manipulable, inventado. El lenguaje deviene el instrumento de dominio sobre personas. No hay historia ni memoria, sino que la misma se reescribe conforme a la autopercepción y al poder dominante. Y lo que es más grave, se liquida y cancela la realidad de la democracia misma. ¿Resultado? Todo se vacía de realidad y así de ideales, y con ello, las generaciones se enferman de apatía, indiferencia, desgano. ¿Para qué entonces seguir preguntándonos de la falta de pasión y deseos en los jóvenes si nada es real? Solo cabe, como retorno de este extravió, el retomar las raíces, a la admiración de las cosas, el amor a la realidad, volviendo a la filosofía, la genuina tradición de Sócrates, el único camino para devolver la confianza en una auténtica democracia.

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