Por Aníbal Saucedo Rodas

Periodista, docente y político

Si el libro de Génesis pudiera ser reescrito son muy altas las probabilidades de que la puerta por la cual el pecado entró al mundo no sea la desobediencia sino la política. Ella es el origen del mal. La madre de todos los vicios. La primera mancha de sangre sobre la tierra. El principio de la descomposición material de los cuerpos. Ahí está, apuntada y condenada por todos los dedos índices del mundo por las desgracias que padecemos como individuos y como sociedad. Como si la política fuera una realidad de la que podemos abstraernos por una simple resolución mental. Siempre son otros los responsables, nunca nosotros, porque optamos por mantenernos prescindentes de las obligaciones que nuestra libertad y autonomía moral nos demandan. La desilusión, finalmente, es nuestra.

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Para Aristóteles, quien ubicó la piedra de ángulo de esta ciencia, “la asociación política es un mandato de la naturaleza y se impone instintivamente a todos los hombres” porque un individuo aislado del todo y de las partes “no puede bastarse a sí mismo”. Si tuviera autosuficiencia para cubrir todas sus necesidades ya no sería un hombre sino una fiera salvaje o tal vez un dios. (Textual). Para el gran filósofo, afirma Sartori, “en el ‘vivir político’ y en la ‘politicidad’, los griegos no veían una parte de la vida; la veían en su totalidad y en su esencia”. Y, por el contrario, “el hombre no ‘político’ era un ser defectuoso, un ídion (…), significado originario de nuestro término idiota”. Es aquel que perdió o no adquirió la plenitud de integrarse con la polis.

En esa misma dirección, el intelectual argentino Carlos Floria sostenía que “la política es una dimensión constitutiva del hombre (…) de modo que no puedo proponerme no tener comportamiento político o ser apolítico, porque de alguna forma esa es una posición política”. Hemos mal aprendido el concepto porque la definimos –y en ella nos encerramos– desde la observación práctica y no desde su deber ser filosófico. Y en esa ruptura justificamos nuestra indolencia para no ejercer ciudadanía porque “la política no es para los decentes”. Pareciera que olvidamos lecciones tan elementales, parafraseando a Burke, como, por ejemplo: Para que la corrupción triunfe solo hace falta que los honestos no hagan nada. Practicamos la crítica con la facilidad de las redes sociales dando por cumplida la misión de la conciencia, pegamos media vuelta en la cama y nos ponemos a dormir. Con ese sencillo, cuan improductivo, acto nos elevamos, o creemos hacerlo, por encima del promedio.

La gente (me incluyo) es más propensa a creer en lo que lee cuando las opiniones tienen la firma de respetados pensadores. Abundaré, por tanto, en algunas citas. “La política no siempre es ni mucho menos buena –escribe Savater–, pero su minimización o desprestigio resulta invariablemente un síntoma peor”. Y sigue: “Puede que haya personas tan creativas e idiosincrásicas de espíritu que sean capaces de pasarse sin política y conservar, sin embargo, su libertad ciudadana: no conozco a nadie así (y no les creo a ninguno de mis conocidos que se autocelebran por ser así: solo son falsos originales y oportunistas)”.

No existe torre de marfil –el lugar preferido de algunos catedráticos, intelectuales de pose, diletantes varios y habituales conductores de las autopistas tecnológicas– para refugiarse y mantenerse asépticos de las influencias que irradia el inmenso campo de esta expansiva actividad. En su esquema quedamos irreversiblemente atrapados, aunque siempre podemos aferrarnos a la negación que es una actitud de no ser. Nos convertiremos, entonces, en testigos, pero no en protagonistas de nuestro tiempo. Otros decidirán nuestro presente y planificarán el futuro quedándonos expuestos a cada una de las decisiones –que son políticas– que los poderes adoptarán en representación de nosotros, el pueblo.

No es la política. Somos nosotros. Así concluí días atrás un escrito en Twitter, después de un breve repaso sobre pintorescos políticos (y ahora otros que se suman), de los que solemos reírnos por sus declaraciones, pronunciaciones en inglés o estrafalarias vestimentas; pero están ahí, por el voto popular. Excluyendo las excepciones para quienes toda la culpa es de “ellos”, una impresionante mayoría asimiló el mensaje en clave de autocrítica. Quizás muchos no sean fanáticos de Dostoyevski, pero piensan igual que el extraordinario escritor ruso: “Todos somos responsables de todo y de todos ante todos, y yo más que todos los otros”.

La culpa no es de la política. Su alma y sus valores están a nuestra disposición. En la sociedad del espectáculo, dominada por la insignia relativista del “todo vale”, hemos preferido ser cómodos espectadores cediendo nuestros espacios “de catalizadores eficaces de la acción política” (Roa Bastos).

De la política no se salvó ni Jesús. Él no fue crucificado por revelarse Dios (juicio religioso por blasfemia) sino por declararse Rey (y acusado de insurrecto ante los romanos), lo cual le llevó directamente al juicio político con su veredicto (a gritos) de pena capital.

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