EL PODER DE LA CONCIENCIA

Por Alex Noguera

Periodista

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Hacía tiempo que no la veía tan alterada a la vecina. Desde Navidad del año pasado, para ser más exactos, cuando un mbokavicho cayó sin querer en su recipiente de clericó. Y es que desde que se instaló el covid-19 en Paraguay, mucha gente opta por quedar en la casa para evitar los contagios, más ahora que ya no sobran ni camas ni respiradores mecánicos.

Con tanto maquillaje y cirugías encima nadie se atreve a jurar sobre la edad exacta de la mujer, pero sí que desde hace tiempo forma parte de la música de Ricardo Arjona, con su “Señora de las cuatro décadas”... por lo tanto está en zona de riesgo y por eso ella se cuida como puede.

Esta vez no fue la pirotecnia el motivo de su furia, sino el Ministerio de Salud, específicamente sus recomendaciones sobre la pandemia. En tono vehemente (por no decir gritando) le contaba a su amiga -por sobre la muralla- que estaba cansada de la tortura psicológica de la que era objeto.

Hasta los pedidos logísticos de la casa los hace semanalmente vía internet para evitar salir ni un paso. Vive pendiente de cada tuit, de cada mensaje de WhatsApp, de los cambios en Instagram y si no abre Orkut es porque ya no existe. A pesar de su edad, se diría que es toda una millenial adoptiva que está al tanto de cada coma de lo que se escribe en las redes sociales y hasta el ángulo de cada vídeo subido en Youtube. Una potencial influencer, como dirían hoy día.

Su enojo esta vez fue contra la publicación que desglosaba términos de gordura. Explicaba a la amiga que un IMC a partir de 25 se considera sobrepeso y desde 30 en adelante entra dentro del rago de obesidad. Y 40 en adelante... obesidad mórbida.

Resulta que IMC significa “Indice de masa corporal”, que es el resultante de la división del peso sobre la altura al cuadrado. En castellano, una persona de 1,72 metros que pesa 80 kilos tiene un IMC de 27 y otra persona que mide 1,72 y pesa 130 kilos alcanza un IMC de 43,9.

Con verdadera desesperación le confesaba a la amiga a través de la muralla (para evitar cualquier posible contagio) que ella estaba en “Grado 2” (desde IMC 35) y que su intención era llegar a los 34, pero que los de Salud eran unos desconsiderados porque no tenían en cuenta “los años de lucha” que ella llevaba tratando de bajar de peso, con todas las dietas conocidas y hasta con pastillas.

Efectivamente, los de Salud eran unos desalmados. Incluir solo variables científicas en la fórmula sin tener en cuenta tooodos los kilos que había perdido (y vuelto a subir) desde que tuvo su primer novio era humillante.

“Los de Salud no saben de la enorme carga emocional que tiene una”, decía desconsolada. “Encima no hay otra cosa que hacer más que sentarse frente a la pantalla y comer. No se puede salir ni a caminar porque antes tenés que llamarle a tal número y pedir cita... es como una cárcel. ¿Acaso creen que una está así por gusto? Desde que comenzó esto del coronavirus aumenté 8 kilos...”, explicaba entre lágrimas.

“¡Qué fácil es llamarle gorda a una persona. Y no soy yo nomás, sino la gran mayoría de los que vivimos en el planeta. Esa es la otra pandemia que los médicos no pudieron curar y en parte es culpa de ellos porque cuando te vas a consultar lo primero que te dicen es que tenés que bajar de peso, como si una no lo supiera. Parece que se sienten superiores al llamarte gorda y eso que muchos de los que visten bata más parecen cerditos que doctores”, decía.

“Siempre es lo mismo. Como si el diabético tuviera la culpa de tener diabetes. Ellos no les dicen a los diabéticos sos diabético. Esa persona ya sabe que es diabética, por eso va al médico. ¿Entonces por qué nos insultan a nosotras cuando sin querer hemos recuperado unos kilitos?”, se lamentaba.

“Los médicos no están bien de la cabeza. Primero zapatean sobre la autoestima de una y luego dan una solución para bajar de peso, que ni ellos mismos creen. Se lavan las manos. ¿Cómo una va a querer ir más al médico así?”, preguntaba. Luego se escuchó un portazo y acabó la transmisión “vía satélite”.

Mi compadre, que estaba a mi lado, había escuchado todo el monólogo de la vecina. Su reacción fue la típica en estos casos, con una sonrisa comentó: “¡Vieja histérica!”. El atrevido veneno había salido de su boca sin pensarlo y ni siquiera se dio cuenta. Fue “gracioso” a costa de la mujer, lo que le hizo ganar un punto en su malsana escala social.

Me dio pena esa sonrisa. Es la misma actitud que la gente ignorante asume cuando no entiende algo. Bueno, es la sociedad en la que nos toca vivir.

Sí, sentí pena. ¿Qué le puedo pedir a él, que apenas es un bachiller que se recibió copiando del compañero de banco, si ni siquiera los “estudiosos” médicos toman este grave problema con la seriedad que debieran?

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