En una oportunidad, el jeque Hussein de Siria y el apologista cristiano Ravi Zacharias habían pactado que, luego de un debate sobre el cristianismo y el islam, tendrían la oportunidad de hacerse una pregunta. La pregunta que le hizo el jeque al apologeta fue por qué creía en el cristianismo y la respuesta fue que en la Cruz convergían las cuatro palabras más importantes de la humanidad: maldad, justicia, amor y perdón. Luego, el jeque dijo que él creía que los musulmanes deberían dejar de hacerse la pregunta si Cristo murió o no (doctrina que el islam rechaza) para preguntarse por qué tendría que haber muerto.

La maldad o el pecado es la realidad más dolorosa, inevitable e indeseable de la humanidad. Jesús fue crucificado a causa de la maldad. Algo nos obliga a los humanos a sembrar caos y destrucción, es como parte de nuestra naturaleza. Lo aborrecemos, no lo deseamos, pero fluye de nuestro interior. A eso, la Biblia lo llama maldad. La Biblia define la maldad por lo menos de dos maneras: una es una maldad directa, como cuando alguien roba algo a alguien, generando injusticia y un “derecho” del otro a defenderse, posiblemente, también de manera violenta.

El otro tipo de maldad es la que se deriva de la primera y se llama “vandalismo relacional”, o sea, generamos una sensación de desconfianza, miedo e injusticia, contaminando todo a nuestro alrededor. Nadie puede confiar totalmente en nadie.

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Vemos maldad por todos lados, y no nos gusta y hasta reclamamos a Dios que exista ese mal, pero luego nos damos cuenta de que el mal que está por todas partes también está en nosotros y somos, en mayor o menor medida, el problema. El libro de Romanos 3:23 dice: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”. Entonces, si Dios va a eliminar la maldad del mundo tiene que eliminarnos también a nosotros, y no es lo quisiéramos.

La Cruz es una respuesta a ese problema. En Hechos 3:26 dice: “…Dios, habiendo levantado a su Hijo, le envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad”. En 1 Juan 1:9 dice: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”.

Aunque el mal aún no va a desaparecer del mundo y, probablemente, sea algo con la que vamos a tener que lidiar hasta nuestra muerte, la Cruz nos otorga las herramientas para salir de él, no ser dominados y tener fuerza para lidiar con nuestra propia maldad y el mal que gobierna este mundo caído.

La justicia es lo que más falta y lo que más anhelan los seres humanos, pues vivimos en un mundo lleno de injusticia e impunidad. El malo parece salir siempre con la suya, mientras muchos inocentes pagan crímenes ajenos. La impunidad es una sensación que despierta los sentimientos más dolorosos, como la desesperanza y la frustración.

Como vimos al hablar sobre la maldad, yo mismo y todos nosotros somos contribuyentes del mal que hay en el mundo. Pero la Biblia nos cuenta que en el Antiguo Testamento Dios había ordenado a los sacerdotes el sacrificio de un animal como sustituto por el pecado de los hombres. Ese animal era sacrificado, el nombre que se le da es PROPICIACIÓN, que significa “morir por otro”.

Dijimos que la maldad produce vandalismo relacional, es por eso que el sacerdote, además, rociaba en la tierra la sangre del animal muerto, como un símbolo de que Dios también limpiaría la maldad de la tierra, no solo del individuo.

El amor de Dios se ve en la cruz en su máximo esplendor. Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”.

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