Por Carlos Mariano Nin

La pandemia sigue su camino por el mundo sembrando muerte y dolor. Con el tiempo la ciencia va conociendo más de este mortal enemigo y los tratamientos, casi todos experimentales, comienzan a salvar vidas. Pero hasta el momento, no hay salida. 23,6 millones de infectados en todo el planeta y más de 814 mil muertos nos ponen cara a cara con un enemigo invisible pero tremendamente eficaz.

Si bien algunas soluciones de la medicina occidental o tradicional o remedios caseros pueden resultar reconfortantes y aliviar los síntomas leves de la covid-19, hasta ahora ningún medicamento demostró prevenir o curar la enfermedad.

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La Organización Mundial de la Salud no recomienda automedicarse con ningún fármaco, incluso antibióticos e insiste en que “si todos nos distanciamos físicamente, nos lavamos las manos con regularidad, utilizamos mascarillas y nos mantenemos informados, podemos romper colectivamente las cadenas de transmisión”.

Todos tenemos fe en que pronto habrá una vacuna. Pero aunque parezca cercana, la verdad es que sigue siendo una utopía, al menos a corto plazo. Unas 150 fórmulas de inmunización se desarrollan en diferentes países del mundo.

Lo que puede alargar el desarrollo de la vacuna son todas las pruebas necesarias de toxicidad, efectos secundarios, seguridad, inmunogenicidad y eficacia en la protección. Por eso, se habla de varios meses u años, pero algunos prototipos ya están en marcha y van avanzados. Pero lo cierto es que hoy solo nos protege el distanciamiento social.

Por eso el mundo entró en cuarentena sacrificando incluso las economías y sumiendo a millones en la más absoluta indigencia. Y fue así que nosotros comenzamos bien, pero con el tiempo todo comenzó a cambiar. Con la apertura de las medidas de cuarentena los casos se dispararon, pusieron en riesgo la estabilidad del sistema de salud y las muertes aumentaron.

No fuimos inteligentes y la cuarentena inteligente en Asunción y Central cambió por la social. Se restringió la circulación de vehículos, incluso de transporte público. Quedaron prohibidas las actividades del sector cultural con público presencial y las celebraciones religiosas, limitando a 20 el número de fieles y siempre con agendamiento.

Y quedó restringida la venta de alcohol en ciertos horarios, bajo el argumento de que el alcohol es un agente catalizador de la relajación social que conlleva a un aumento de contagios. Alcohol y aglomeración son el conjuro criminal. La inconsciencia y la ignorancia ponen el resto.

Por eso cayó tan mal que el propio viceministro de Salud, Juan Carlos Portillo, salga en todos los teléfonos, en todas las televisiones, en todos los diarios y revistas, violando las más elementales reglas de prevención. Esas mismas recomendaciones para las cuales el Ministerio de Salud gastó millones en campañas de nuestros bolsillos, y en nombre de las cuales se violaron varios de nuestros derechos fundamentales.

Y no se puede acusar a un “error” porque en estos momentos no nos podemos equivocar. Y menos pueden hacerlo las autoridades que dirigen el barco en esta tormenta. Portillo se fue, pero dejó el sinsabor de años de abuso y prepotencia.

Este es un síntoma de que nuestras autoridades viven en una burbuja diferente a la nuestra. Algo así como el país de las maravillas del mítico Herminio Cáceres. Esa burbuja flotando en la opulencia y desde la cual no se ve la realidad.

Pero claro, esa es… otra historia.

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