Por Carlos Mariano Nin

Columnista

Al momento de escribir esta columna faltan los datos del martes. Sin embargo, el lunes los números del Ministerio de Salud confirmaron que agosto se convirtió en un mes trágico para nosotros.

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En los 10 primeros días de agosto murió más gente que en todo el mes de julio por coronavirus. Así, las últimas cifras nos recuerdan esa necesaria responsabilidad de respetar los protocolos.

No fue una sorpresa. 20 millones de casos y más de 700 mil muertes en todo el planeta eran el augurio de una avalancha inminente.

Se hicieron poco menos de 2 mil muestras y los resultados, aun sabiendo que el número de testeos es insuficiente, nos dejaron helados. 327 casos positivos, de ellos 175 sin nexo, o sea que no se sabe dónde se contagiaron, y finalmente los números que nos recuerdan el horror que recorre el mundo en todas direcciones: 7 muertos.

Todos estaban en edad de riesgo, o en ese delicado límite que separa la fortaleza de lo inevitable. Tres estaban internados en el IPS de Ciudad del Este, todos hombres de entre 58 y 83 años, una mujer de 65, que estaba en el Ineram y de nuevo otro hombre de 87 en el IPS Ingavi.

No son solo números.

Eran padres, abuelos, tíos, confidentes y sostén de personas que en estos momentos no entienden qué pudo suceder. Quizás muchos se cuidaban, o quizás cometieron un error. Pero es el mismo sentimiento de impotencia ante lo predecible.

Siete almas que se fueron sin la despedida de sus seres queridos, tomados de la mano de un médico o una enfermera desconocidos. Esa es la cruda realidad.

Siempre de acuerdo a los datos del lunes, 84 personas luchan por su vida internadas en centros asistenciales y de ellas 34 en terapia intensiva. El 90 por ciento de ellas no podrá salvarse, desnudando una realidad contundente: “No se va a poder luchar contra el virus desde los hospitales”. Allí… esta guerra está perdida.

Hago esta introducción porque estamos justo a mitad de semana y podríamos reconsiderar no cometer los mismos errores del fin de semana pasado.

Las redes sociales se convirtieron en una exposición del absurdo. Desde Areguá, pasando por San Bernardino y hasta la misma Costanera de Asunción. Las imágenes cayeron como una cachetada para aquellos que se cuidan y que entienden que solo así vamos a ganarle al virus.

Personas en grupos sin tapabocas tomando tereré y hasta bebidas alcohólicas, esperando turno todas aglomeradas para sacarse una foto que les recuerde que un día tuvieron una responsabilidad y decidieron ponernos a todos en peligro.

Otros jugando y gritando como si hubiesen decidido por ellos mismos que son inmunes a una tragedia que avanza implacable.

Estamos ante una nueva forma de vivir y eso es a lo que tenemos que acostumbrarnos hasta que haya una cura, vacuna o menjunje que nos permita volver a esa normalidad que tanto extrañamos.

Hoy (martes, al tiempo de escribir estas líneas) se anunció en Rusia una vacuna, pero rápidamente la Organización Mundial de la Salud advirtió: “Acelerar los progresos no debe significar poner en compromiso la seguridad”. Es más, la vacuna anunciada por Putin ni siquiera estaba entre las seis más avanzadas. Es un experimento y nosotros los conejillos de indias.

Hoy tenemos frente a nosotros una realidad contundente: la prevención es el arma que tenemos. Evitar los espacios abiertos o cerrados con mucha gente, usar tapabocas, cuidar el distanciamiento físico y lavarnos las manos con frecuencia.

No vale la pena arriesgar a nuestros seres vulnerables por un momento de esparcimiento, por un paseo o una ronda de tereré entre amigos.

Esto va a pasar, como pasaron los momentos más tristes de la historia, pero apresurarnos no nos ayuda. Hoy no son números. Son personas. Es dolor…

Si te cuidás, me cuidás, entonces nos cuidamos todos. Es el momento de las películas norteamericanas en que la humanidad está llamada a salvar al mundo. Hoy es nuestro momento. No queda otra, pero esa… es otra historia.

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