Por Mario Ramos-Reyes
Filósofo político
Había oído hace un tiempo algo contrario o excluyente a lo que, para mí, resulta no solo obvio, sino verdadero: el que la ciencia sea un problema de filosofía. Contra esto, se afirmó, que son los criterios científicos los que se deben aplicar en políticas públicas y dejar de hablar de filosofía. Que la verdad asumida sería que la ciencia tiene primacía sobre la filosofía. Pero la ciencia es, en sí misma, un problema de filosofía y así como esta, forma parte de la vida.
No de la vida abstracta, sino real. También la vida del científico está hecha de sufrimientos y alegrías, enfermedades y dolores, avances y fracasos. Tienen un sentido que la misma ciencia, a menos que se la “desvíe” de su tarea, no lo puede dar. Insisto: el mismo científico habita un mundo donde solo una filosofía le puede dar sentido. O no. Le sugiere hasta que hechos debe escoger, y por qué. O si la realidad, lugar de su búsqueda, es real o imaginaria. Y de esto se colige que, la filosofía como saber, es necesaria para la ciencia. No hay ciencia sin filosofía. Y ni qué decir para la vida política. Hablar de una república o democracia, sin abrirse a la filosofía, es trágico.
Pero he aquí, sobre esto, una salvedad. La pretensión de que esa realidad o conjunto de cosas, no significa que ella, la filosofía, esté ahí “en frente” en el mundo, como un objeto frío, impersonal, que se lo puede aprehender sin más; sino esa realidad es expresada por nosotros en un lenguaje. Ese es el horizonte de la filosofía, y por lo mismo, como todo lo humano, no es neutra. De que, creo, se pueden colegir algunas cosas.
La condición humana es filosofa
La primera, es que toda persona es filósofa. Así como lo lee el lector. Sin subterfugios ni maledicencias. Las personas son, por su propio ser, filósofas. Es el yo, personal, el que cree, razona, prueba, demuestra, duda, cuestiona, sufre. Y todos poseemos, somos, ese yo. Y como tal, nada de lo que es propio de la filosofía, el hacerse preguntas sobre el misterio de la realidad, nos es ajeno. Esto sirve, yo siempre le digo a mis alumnos, de antídoto contra más de un académico de filosofía o “científico” quien, golpeándose el pecho, invoca la Ciencia o la Filosofía (con mayúsculas) para prescribir las respuestas presuntamente autorizadas que habitan en algún manual preestablecido. Lo que no significa que en filosofía todo sea relativo, de que de lo mismo una cosa que otra. El torturar a un niño o subyugar a una etnia por supuesta inferioridad cultural, no resiste el menor análisis ético sano. Son actos inmorales, malos, en sí mismos. No todo es igual. Y esta afirmación es verdadera.
Una filosofía supone un método, una manera de entender, interpretar la realidad. Pero este método, o métodos, como algo propio, íntimo del filosofar, no debe admitir presupuestos. ¿Qué quiere decir esto? Que la búsqueda metódica que la filosofía ensaya, pretende, aspira para llegar a los fundamentos radicales de las cosas, no tiene algo que lo supone, es un saber sin-supuestos. De ahí que es un saber, sin fundamentos, pues es el fundamento mismo. Si lo logra, tendremos un saber justificado, razonable, un conocimiento que se funda en razones adecuadas. ¿Todas las razones? Tal vez no, pero sí, las suficientes para creer que nuestra pretensión filosófica es razonable.
Amor y verdad
Pero hay más. Esa pretensión es un deseo y como tal, apasionado. Atrayente. Es un eros, amor, como la bautizo Pitágoras. Hace veinticinco siglos. A menos que estemos dormidos o atontados por el eco de los medios de comunicación. Ecos de una opinión pasajera, voluble, sin mucho fundamento. Así, esa persona que filosofa puede dar razones adecuadas de lo que es la libertad de ese ser que filosofa, y lo hace libre y razonablemente. Y si encuentra que esa libertad está limitada, la estaría solo a nivel biológico y tal vez psicológico. Pero que, en última instancia, no quiere ni puede, por su propio ser personal, no ser libre. Ese es el ámbito, un “lugar” espiritual más que material, de la filosofía. Es el ámbito de la pregunta (más que el de la respuesta) al decir de Heidegger.
De ahí que se debe alimentar ese deseo, nutrirlo, cuidarlo. Y se lo alimenta como se alimenta el amor: con la frecuencia del trato, la generosidad y la cercanía de los amigos, en un encuentro con el otro, el salir de nuestra condición egoísta, tomar en serio el misterio de nuestro ser personal. No hay persona en el individuo aislado. No se crea, y este es un prejuicio muy extendido, que ese amor a la sabiduría, la filosofía, se logra con cursar unas asignaturas de filosofía. O inscribirse en una clase a través de zoom. Ni seguir un plan de estudios. No es suficiente. Es una actitud, un camino, una travesía aventurera, o como en la tradición de Platón se ha llamado: un deseo profundo que nos arroja a la realidad y provoca las ganas de conocer el mundo. Filosofía, en suma, es una atracción, amor hacia la verdad de la realidad, revelada, de las cosas.
Diálogo, democracia y república
La filosofía, como se ve, no es ciencia empírica o formal en sentido estricto, pero da razones a la ciencia. Rechazarla, en nombre de la ciencia, es, me temo, ignorancia. No existe ciencia sin filosofía. Eso es una ilusión. Y, sobre todo, no existe política sin alguna razón filosófica. Nuestro horizonte democrático, la construcción de una república requiere de la filosofía. La democracia fue posible por la palabra como modo humano que clamaba por la igualdad. No la fuerza del poder o de la riqueza. Solo la de la palabra, del logos. No se construye una sociedad solamente con tecnócratas. Ni con ciencia exclusivamente. Sin una filosofía que posibilite la verdad profunda de la persona, su generosidad en la convivencia, un sistema político solo se mantendrá por el equilibrio de la fuerza. Construirá, me temo, lo social sobre suelo de arena movediza. Esa es la gran ilusión de nuestro tiempo. De ahí la necesidad de la filosofía que, ya lo advertí en otra ocasión, aunque a muchos no les importe, es dramáticamente necesaria. Y eso se nota en lo que pasa: el ciudadano aparece como un ente anónimo arrojado a una democracia al vaivén de caprichos y emociones de los que dicen saber, de políticas públicas, pero no saben gobernar.