POR EL DR. MIGUEL ÁNGEL VELÁZQUEZ

Dr. Mime

En estos dos sábados hablaremos del efecto que tiene la educación a distancia respecto al cerebro, cómo cambiamos los paradigmas funcionales y, sobre todo, cómo podemos adaptarnos a lo que implica una verdadera “revolución” funcional en cuanto a la forma de procesar la información con la “nueva normalidad” que nos toca vivir.

Con el advenimiento del “modo covid de vivir” (término acuñado por el minis­tro Mazzoleni y equipo) se derrumba­ron muchos paradigmas de la “normali­dad” hasta entonces reinante. Y una de ellas, que se llegó de la mano del distan­ciamiento social, es la realización obliga­toria del teletrabajo (en la medida de las posibilidades dependiendo del tipo labo­ral) y de la teleeducación (obligatoria en todos los casos). Plataformas como Zoom, Classroom, Jitsi, Hangouts, Skype o What­sapp pasaron a ser parte de nuestra vida laboral y estudiantil como elemento de cotidianidad necesaria. Con estas herra­mientas, estudiar o trabajar sin moverse de casa como solo veíamos en las series futuristas hace unos años, se hizo reali­dad. Sin embargo, detrás de estos “faci­litadores” del trabajo a distancia, apare­cieron otras novedades en la vida de las personas. Aunque ustedes no lo crean. Es lo que en actualmente se conoce como “cerebro de Zoom” y que se da no solo para esa plataforma, sino para todo lo que trae aparejada la realidad hiperconectada que tenemos para suplir de alguna manera el contacto interpersonal físico.

Una queja común de los docentes “virtua­les” (término mal usado, porque lo virtual es algo que no existe, mientras que aquí la clase sí existe, solo que es “a distancia”) es que, después de dar clases vía Zoom, ter­minaban muchísimo más agotados física e intelectualmente que si la hubiesen dado en un aula de manera presencial, ante la vista y el contacto próximo de decenas de estudiantes, y esto solo ha demostrado algo que siempre ha sido cierto a escala poblacional: las interacciones “virtuales” pueden ser duras para el cerebro. Aunque parezca increíble lo que pueden causar estas tecnologías en la vida de la gente que las usa, incluso debido a su aparente sen­cillez y simplicidad, ya que este soporte aparece confinado ordenadamente en una pantalla pequeña y presenta pocas dis­tracciones obvias, esto puede llegar a con­vertirse en una maldición para el cerebro debido a que los humanos nos comunica­mos permanentemente, aunque no nos digamos nada.

Y es que durante una conversación en per­sona, el cerebro se concentra parcialmente en las palabras que se dicen, pero también extrae significado de decenas de seña­les no verbales, como si una persona está de frente o ligeramente de perfil, si está inquieta mientras habla o si inhala rápi­damente justo antes de interrumpirte. Estas señales pintan un panorama glo­bal de lo que se transmite y la respuesta que se espera del otro interlocutor. Los humanos evolucionamos como animales sociales, así que para la mayoría percibir estas señales es algo natural, hace falta poco esfuerzo consciente para analizar­las y puede sentar las bases de la intimi­dad emocional.

Sin embargo, una video­llamada normal afecta a estas capacidades arraigadas y exige prestar una atención constante e intensa a las palabras. Si solo vemos la cara y los hombros de una per­sona, la posibilidad de ver los gestos de las manos u otro tipo de lenguaje corporal queda eliminada. Si la calidad del video es mala, se frustra cualquier esperanza de deducir algo a partir de las expresiones faciales mínimas. Y si para alguien que depende de esas señales no verbales, el no tenerlas puede ser agotador, imagínense lo que sería para los niños que precisan de activar sus neuronas en espejo (parte del lóbulo frontal relacionada al aprendizaje por imitación) para poder aprender. O a los niños con trastornos específicos del lenguaje o con déficit de atención e hipe­ractividad, quienes precisan de todas las “señales cognitivas” que puedan emanar de sus profesores para recibir el mensaje del conocimiento de la mejor manera que puedan. Un desafío.

¿Afrontamos juntos el desafío? Segui­mos desentrañando al “cerebro en modo covid de relacionarnos”? Nos leemos el sábado que viene para seguir estando DE LA CABEZA.

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