EL PODER DE LA CONCIENCIA

Por Alex Noguera

Periodista

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Después de varias semanas de confinamiento, finalmente un vecino se animó y con entusiasmo salió de su casa para dar una vuelta a la manzana. Una hora más tarde regresó cabizbajo. Cuando abría el portón me saludó y se acercó con su correspondiente tapabocas.

En broma le mencioné que se veía cansado, que el sedentarismo le había pasado la factura y que se le notaba agotado tras haber caminado apenas unos pocos metros.

“No es eso” -me contestó- “tengo una licuadora en la cabeza”, añadió.

Solitario y medio filósofo el hombre, inició su explicación. Primero comentó su miedo para salir de la casa debido a que él se encuentra en el grupo de riesgo y luego mencionó su alegría por poder salir a “respirar un poco” por el barrio.

Contó que al dar la vuelta en la esquina se topó con una añeja viuda (se ofende si la llamen vieja), quien a sus 86 años le preguntó si no había visto a su gato, un magnífico ejemplar que hacía bastante tiempo la acompañaba en su soledad como un hijo, puesto que los suyos ni la llamaban por teléfono.

Dos días fuera eran muchos para el minino gordo, acostumbrado a vigilar con celo que el sofá no se moviera de su lugar. La mujer le rogó que si veía a su michi, que lo tratara con cuidado puesto que era tímido e inocente, incluso estaba castrado para que no generar “problemas”.

Con amabilidad se despidieron y el hombre siguió adelante hacia el puesto de diarios. Allí observó con cuidado las tapas de los matutinos y uno en especial le llamó la atención: los diputados cambiaron la ley para que el usuario de Ande ya no tuviera que pagar primero para recién después tener derecho a quejarse por el servicio.

En la siguiente esquina se encontró con otra emblemática representante de la cuadra, ¡la yuyera!, quien a toda costa trató de convencerle de que las raíces de coco también eran buenas para el mate... en vista de que él no tomaba tereré. Al no poder venderle su producto le confesó que la cosa estaba tan mal que ella prefería quedarse en la vereda en lugar de regresar a su hogar y reconocer ante sus pequeños que no había conseguido alimento para el día. Tendría que engañar una vez más a los hiperactivos estómagos de sus pichones con tortillas de harina y agua porque de leche o huevos, nada.

Todos estos episodios me los refería el vecino, como si él fuera Ulises en su Odisea y los problemas monstruos que pudo superar para volver a la seguridad de su casa. “¿Se da cuenta?”, me preguntó.

- “Claro, no se puede hacer tortillas sin leche ni huevos”, contesté orgulloso de mi sapiencia culinaria. ¡¡¡Noooo!!!, dijo casi llorando.

Sabiamente cerré la boca esperando que me explicara su receta. Y con algo de temor a causa de su vehemente negativa.

“No se da cuenta usted ni muchos como usted”, me disparó en seco siendo yo un ignorante de mi/nuestros pecados. Para empezar, ¿cómo cualquier institución pública le va a privar del derecho de quejarse por un mal servicio si no paga antes? Es que estamos tan acostumbrados a que nos pasen encima con leyes y burocracia y corrupción, que hasta nos parece normal callarnos la boca. ¿Qué derecho tienen? ¡Son unos atrevidos! Ande nunca debió implementar esa ley abusiva. Ahora que miles de personas se quejan por las facturas mal hechas tiene que aceptar que los diputados se metieran en el asunto y antes los senadores. Pero lo peor no es que nos pasen encima, sino que nos acostumbremos a ello”, dijo cerrando el puño en señal de ira.

“Desde que comenzó la pandemia vemos más robos a las arcas del Estado que nuevos hospitales y equipos. Pareciera que todos reciben una tajada y los encargados prefieren mirar hacia otro lado”, opinó.

“La yuyera me contó que tras infinidad de quejas logró que la aceptaran en uno de los programas de ayuda, creo que dijo Pytyvô, porque no la querían incluir. Y cuando recibió la plata se puso tan contenta que se sintió en el cielo. Pero después se olvidaron de ella... y no recibió el segundo pago. ¿Cómo es posible que el sistema informático se “olvide” y no le paguen como a los demás. ¿O es que alguien cobró en su lugar? ¿Cuántos estarán en la misma situación y a dónde van esos recursos? Y los responsables se hacen los ñembota”, aseguró.

“¿Usted sabe cuánta electricidad usó y cuánto verdaderamente le corresponde pagar? Y lo más grave, ¿imagina a cuánto ascenderá su factura cuando le llegue? Ellos “no entienden” nada, si no es uno es otro, pero mientras el dinero desaparece como en un agujero negro. ¿En qué dimensión galáctica irá a parar cada céntimo que debía paliar el sufrimiento de la gente... o en la cuenta de quien?”, me interrogó con ironía.

Traté de ser ver el lado positivo y le recordé que solo teníamos 13 muertos y poco más de mil infectados, que, comparando con los otros países el nuestro era un paraíso. Pero me miró con lástima y me dijo que en las demás latitudes se hacían miles o cientos de miles de tests, y que acá era una utopía. Por lo tanto, la situación era una fantasía.

“No -dijo-, administran nuestro dinero y desaparece, nos hacen vivir con miedo como si fuera una dictadura. Y se burlan de la gente como esos chicos que están aquí a la vuelta con un rifle nuevito que algún padre les compró para hacerles sentir “hombres”. Ellos, entre risotadas, jugaban con el cadáver de un gato y se burlaban de lo gordo que estaba, y que ni siquiera pudo moverse de la muralla después de recibir la bala.

Se reían y se creían importantes por haber matado a ese pobre animalito. ¡Es tanta la ignorancia que llevan que se parecen a nuestras autoridades que también matan, pero sin armas de fuego. Ellos lo hacen con leyes, con privilegios, con hambre y con cheques que no les pertenecen.

Pero como estos grandes cazadores que no sabrían contestar qué les produce tanto placer al matar, nuestras autoridades tampoco saben para qué hacen desaparecer tanto dinero. No son conscientes de que lo que roban les serviría para varias vidas, pero que a ellos apenas les queda un tercio de la suya”, murmuró y se dio la vuelta para abir su portón. Tenía una licuadora en la cabeza, pero nadie podía verla.

¿De qué se ríen al matar? ¿Es ignorancia? ¿Maldad? ¿Cuál es la gracia? Y los otros, esos a los que el destino les dio la oportunidad de servir a sus semejantes, ¿qué enfermedad hace que sientan la necesidad de acumular riquezas ajenas? Pero no se dan cuenta, ni tampoco sienten esas lágrimas silenciosas de miles de yuyeras que esperaban una ayuda que jamás llegará.

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