Por Aníbal Saucedo Rodas

Periodista, docente y político

Noam Chomsky (semiólogo, filósofo y politólogo) es uno de los intelectuales norteamericanos que describe con precisión quirúrgica y profundidad crítica las políticas aplicadas y orientadas por su propio país. Las reales, las que confrontan radicalmente con el relato oficial. Y del que tratan de convencernos y concienciarnos sus embajadas en todo el mundo y sus aliados locales. Cuestiona lo que denomina la ideología del “mercado libre” de doble filo: protección estatal y subsidio público para los ricos y disciplina de mercado para los pobres (La sociedad global, 1999).

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Parafraseando a Chomsky, en su observación interna, las acciones económicas de los Estados Unidos se resumen en este desigual intercambio: libre mercado para afuera; proteccionismo, restricciones a las importaciones, hacia adentro, de enorme expansión durante el gobierno de Ronald Reagan.

En lo político, esa distorsión perversa es idéntica. En América Latina, en la década de los ochenta, la “cruzada democrática” de los Estados Unidos se encargó de instalar dictaduras para “custodiar” la libertad. Sus servicios de inteligencia ayudaron a derrocar gobiernos democráticos, pero “con ideologías extrañas”, para perpetuar una hegemonía continental que dejó un lúgubre legado de horrores, torturas y desapariciones. La libre determinación de los pueblos está sujeta a los intereses estadounidenses. Es la historia repetida del futuro.

Paraguay no fue ajeno a la Doctrina de Seguridad Nacional y su democracia sin comunismo. El enigmático “coronel Thierry” desembarcó en nuestro país allá por 1957 con su rótulo de experto anticomunista y especialista en torturas que transmitió todo su “conocimiento” a quienes serían aplicados alumnos en el Departamento de Investigaciones, extendiéndose, luego, a la Dirección Nacional de Asuntos Técnicos (más conocida como La Técnica), dependiente del tétrico Ministerio del Miedo (Epifanio Méndez Fleitas, Lo histórico y lo antihistórico en el Paraguay, 1976).

La política intervencionista de los Estados Unidos es anterior a la Guerra Fría. En 1915 invadió Haití “desmantelando el sistema parlamentario porque se negó a adoptar una constitución ‘progresista’ que permitiera a los norteamericanos apropiarse de las tierras” de aquel país que, posteriormente, quedó en manos de un “ejército terrorista como plantación estadounidense” (Chomsky). El saldo fue la matanza de miles de campesinos y una condición de vida miserable, rayando la esclavitud.

Lo mismo pasó con la ocupación de República Dominicana en 1916, hasta la retirada de las tropas de Estados Unidos en 1924 bajo imposiciones indignantes para el pueblo caribeño. Las intervenciones verbales de los embajadores norteamericanos ya son asumidas como normales en nuestro medio, con el elogio y la complacencia de sectores políticos y periodísticos, con una mentalidad anclada en el vasallaje colonial.

El actual jefe de la diplomacia de los Estados Unidos en nuestro país, Lee McClenny, mirando su foto de perfil en Twitter, parece un hombre sin malicia, casi bonachón, quien, antes de venir aquí, ni se habrá enterado de que existimos. Pero debe cumplir la misión que su cargo le encomienda. Por eso sus mensajes en las redes sugieren el sentido de las decisiones que sería del agrado de su gobierno. En los últimos días coincidimos con sus apreciaciones, pero la acción política local debe ser ejercida por los ciudadanos paraguayos, y por nadie más.

Aplaudimos, sinceramente, su preocupación por “la justicia independiente y libre de influencia política”, porque a nosotros también nos preocupa, aunque nadie nos escuche, la injusticia racista que sufren los negros y latinos que viven en su país.

Nos estimula su alegría cuando felicita al “gobierno, al Poder Judicial y a la ciudadanía por los pasos vitales hacia la transparencia en el acceso a la información pública” y porque esos “avances son indispensables para la democracia”. Nos estimula, repito, porque abrigamos la utopía de que los Estados Unidos desclasifiquen completamente, de una vez por todas, sus archivos, especialmente los que guardan secretos de esta parte del continente, para cerrar heridas y reescribir la historia. Y para que el conocimiento de sus propias verdades, hasta hoy ocultas, permita al ciudadano norteamericano construir una nación más justa, lejos de las propagandas que consumieron y nos vendieron durante décadas.

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