POR OLGA DIOS, olgadios@ gmail.com

“La incredulidad resiste más que la fe porque se sustenta de los sentidos”.

Cartagena, 1949. Gabriel García Márquez es un reportero de noticias locales. Le toca cubrir el derribo del antiguo convento de Santa Clara. Al vaciar las criptas funerarias, la sorpresa surge en la hornacina del Altar Mayor: se desparrama una cabellera color cobre de veintidós metros y once centímetros de largo, perteneciente a una niña. Cuenta, entonces, el “Gabo”, el origen de esta novela: “Mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día y el origen de este libro”.

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A partir de esa leyenda, se imagina una historia en la Cartagena de la Epoca Colonial. Un marqués criollo con una esposa un poco loca, distanciados. Con un solo sol en su vida: su hija Sierva María, una belleza de doce años que, por desidia, se había criado en el pabellón de los esclavos, hablando yoruba, mandinga y todas las lenguas africanas, experta en sus costumbres y a gusto allí, al punto que hasta usaba su nombre africano: María Mandinga. Al nacer le habían augurado una muerte temprana, por lo que la esclava que la cuidaba, Dominga, hizo la promesa de no cortarle jamás el cabello hasta el día de su boda. Así, Sierva María era una muñeca de porcelana con una cabellera color cobre que aprendió a recoger en una sola trenza para evitar que se arrastre por el piso. Una muñeca, pero salvaje.

Un día de mercado, la muerde un perro rabioso. La costumbre de la época, sostenida por la Iglesia, la Inquisición y el propio conocimiento popular era que no había remedio para la rabia, y que equivalía a haber sido mordido, más que por un perro enfermo, por el mismo diablo. ¿El único remedio? La muerte. Pero el marqués se resiste a sacrificar a la niña, y no se le ocurre mejor remedio que mandarla al Convento de las Clarisas, donde la encierran en el “Pabellón de las Enterradas en Vida”, a la espera de que el Obispo disponga el procedimiento para su exorcismo.

Ahí se complica la historia porque el sacerdote enviado para tal tarea, Cayetano de Laura, se enamora perdidamente de la “poseída” y en un arrebato de pasión se lo confiesa. De Laura se empeña en probar que no hay pruebas que justifiquen el diagnóstico ni el exorcismo. La niña no está poseída por el demonio, insiste; pero sin apoyo siquiera del propio marqués, su padre, su causa es bastante difícil. Se cuela cada noche en el cuarto de Sierva María y claro, se enamoran y planean casarse. Pero el obispo tiene otros planes, el amor no era cosa bien vista y mucho menos entre un sacerdote y una posesa, volviendo ciertos los vaticinios involuntarios de Cayetano en su maravillosa declaración de amor: “Y sin darle tiempo al pánico se liberó de la materia turbia que le impedía vivir. Le confesó que no tenía un instante sin pensar en ella, que cuanto comía y bebía tenía el sabor de ella, que la vida era ella a toda hora y en todas partes, como solo Dios tenía el derecho y el poder de serlo, y que el gozo supremo de su corazón sería morirse con ella”.

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