EL PODER DE LA CONCIENCIA

Para la mayoría de los paraguayos, lo que sucedió hace casi seis siglos atrás en el pequeño pueblo francés de Ruan duerme el olvido o en la ignorancia, sin embargo es de destacar cómo la decisión de una simple joven cambiaría el final de un conflicto de proporciones épicas como “La guerra de los cien años”, disputa entre Francia e Inglaterra, que finalmente sería ganada por los paisanos de la chica. Y sin embargo, hoy se cumplen 589 años de que los ingleses quemaran viva a Juana de Arco, acusándola de herejía. Ella tenía apenas 19 años.

En Paraguay, esa rebeldía para cambiar el destino de una nación se replicaría 380 años después, también en mayo, y también con jóvenes, cuando Vicente Iturbe (25), Pedro J. Cavallero (25), Fernando de la Mora (26), Fulgencio Yegros (31) y Mariano Molas (31), entre otros, rompieron el sometimiento de su gente a la corona española.

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Me pregunto qué pensaría Juana, o mejor los próceres, acerca del país que nos dieron para cuidarlo. ¿Qué dirían si abrieran los diarios y leyeran sobre la enfermiza corrupción que mancha esas gestas de antaño? Sentirían vergüenza, así como también la sienten impotentes muchos paraguayos.

Uno que cobra millones de dólares, pero no logra que las escuelas den clases virtuales; otra que gasta millones comprando agua tónica; otro que gasta miles de millones en combustible... pero cuenta con un vehículo; otra que huye del país cuando debe responder ante la Justicia. Mientras, los hijos de paraguayos tienen hambre a causa de la angurria desmedida de los de turno.

Tal vez no comprenden que llegar arriba no significa una oportunidad para enriquecerse groseramente como ellos creen, sino la honra de poder ser útil a los demás.

Juntar dinero no tiene mérito. Robando o haciendo negocios cualquiera puede llenarse los bolsillos, pero ayudar a quien lo necesita, saciar el hambre o la angustia de los desprotegidos, dar una mano al enfermo o una oportunidad al moribundo es un honor que no se compra.

No imagino qué habrían hecho hoy esos jóvenes revolucionarios, pero sí un Gaspar Rodríguez de Francia. De entre las muchas anécdotas que se le atribuyen, hay una que refiere a la vez que dejó “olvidada” una pequeña moneda sobre la mesa de su escritorio momentos antes de partir hacia su acostumbrado recorrido por la ciudad.

Al regresar del paseo hizo llamar a su criado y le ordenó que extendiese ambas manos para verlas. Temeroso, el chico intentó eludir la exigencia, pero no pudo y al mostrar las manos, en una de ellas pudo verse una quemadura.

Resulta que Rodríguez de Francia, antes de partir, había dejado unos minutos la moneda entre los carbones encendidos del brasero y luego la colocó inadvertidamente sobre el escritorio para probar la honradez del criado.

Este, al ver a su amo alejarse y tener la oportunidad de tomar la moneda, cayó en la tentación. Pero al asirla, el metal caliente le dejó marcada por siempre la huella de su delito.

También Alejandro Dumas recuerda que en otros tiempos a los ladrones se los quemaba con hierros al rojo vivo. Un ejemplo fue Milady, la esposa del noble conde de la Fère, conocido por sus hazañas guerreras como el valiente Athos, uno de los cuatro célebres tres mosqueteros. A ella le habían marcado en el hombro su condición de ladrona con una cicatriz en forma de flor de lis.

Supongo que Rodríguez de Francia lo menos que haría como castigo a todos los angurrientos de dinero de la actualidad sería marcarles con un hierro caliente.

Supongo que los llevaría a una plaza pública.

Supongo que delante de la ciudadanía les haría ver su indignidad antes de aplicarles el castigo.

¡Cuánto trabajo hubiera tenido el doctor Francia, pero con qué gusto lo hubiera realizado!

No como ahora, cuando los protagonistas de groseras sobrefacturaciones se presentan de nuevo una semana después como si nada hubiera ocurrido. Infamia es recibir la bendición de llegar arriba y dedicarse a robar.

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