• Por Augusto dos Santos
  • Analista

En el ADN de nuestra formación, moldeado desde el primer día en que siendo aún balbuceantes nos enseñaban a no chuparnos el dedo, o más tarde a no tocar las cosas del compañerito de banco, íbamos moldeándonos con directivas que nos ayudaron a encajar con cierta ética que, a su vez, nos ayudaba a sobrevivir dentro de valores en un conjunto social, en un colectivo.

A veces, entre un colectivo y otro existen distintos conceptos sobre determinadas cosas que están bien y otras que están mal. Por ejemplo, en estos lares es difícil presentar, sin despeinarse, una segunda o tercera o quinta esposa, mientras que en otras regiones sí lo practican con naturalidad; lo que en nuestra cultura es una conquista; por el ejemplo, la dignidad liberadora de la mujer es un delito en sociedades que las obligan a cubrirse el rostro y a no demostrar públicamente felicidad.

Pero, dentro de todas las asimetrías que se pueden hallar con relación a nuestro comportamiento diverso ante situaciones similares existen, sin embargo, unas pocas coincidencias que serían iguales de miserables aquí, en Afganistán, en Kiribati y en Groenlandia, una esencialmente sería EL ROBAR EN MEDIO DE UNA DESGRACIA. El robar en medio de una epidemia. Eso es hijo de puta en todas partes.

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Robar con medicamentos, mascarillas, insumos, camas, en el desarrollo de una crisis sanitaria mundial cuando el resto de la gente está resguardada en casa, perdiendo sus fuentes de trabajo, cuando los médicos y enfermeros se están exponiendo de muerte, cuando los músicos componen canciones de contención, cuando se multiplican las acciones heroicas y la gente vuelve a compartir un plato de comida; en estas condiciones, robar medicamentos, insumos, mascarillas y camas en el desarrollo de una crisis sanitaria mundial solo lo harían unos pocos señalados, unos pocos consagrados: los campeones mundiales del hijodeputismo.

Lo que sucedió aquí, con estos episodios que son de público conocimiento, en el pasado se pagaba con el fusilamiento. Ya no existe esa institución, afortunadamente, porque la vida está por encima, aun de las miserabilidades, pero qué horrible es ver cómo siguen en sus puestos del empresariado y el Estado estos energúmenos que eligieron el día y la hora en que la gente se obnubilaba con el miedo a morir para quedarse con la Plata del pueblo.

¿Cuál es la diferencia entre estos tipos y tipas que roban en medio de la pandemia sobre el dolor de la gente y el que roba la billetera a un accidentado moribundo a un costado de la ruta? Pues, hay una sola: ese miserable le robó a uno, estos miserables le roban a toda la República.

¿Cómo es posible que como sociedad sigamos tolerando que una y otra vez intentaran, por diferentes caminos, meter la mano en el bolsillo de un pueblo doliente? ¿Cómo es posible que sigan allí, reuniéndose con el Presidente, sesionando en el Congreso, manejando sus cuentas empresariales, sin una acción más resuelta que le corte el camino de más golpes?

Es cierto, las instituciones de control del Poder Ejecutivo fueron un fracaso vergonzoso; tanto es así que tuvimos que inventar un nuevo “ministro anticorrupción” estirando a Arnaldo Giuzzio desde Senad. La solución hubiera sido mucho más sencilla. Poner a personas que funcionen sin complicidades en las tareas de control estatal. Dentro de toda esta pesadilla hay que decir que Contraloría hizo lo que debía; ahora falta que la Fiscalía pase por cada uno de ellos, allí donde estuvieran, bajo las faldas de un emperador, escondidos en los curules del Congreso o en donde fuera y sean juzgados de una vez.

Demasiada paciencia ya. No se puede. Se robó siempre, es cierto. Pero no esperabas que te roben ahora en plena enfermedad. Lo cierto es que todavía hay que esperar un proceso, y más chicanas, y las argucias, antes que ninguno de ellos vaya a la cárcel. Así funciona. Aunque hay un sitio al que podemos enviarles ya mismo: a la grandísima puta. Es el único acto de justicia rápida y barata que existe en este país.

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