“Quedóse el mundo iluminado; y yo, despierta” Sor Juana Inés de la Cruz, “Sueño Primero”
- POR OLGA DIOS
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Cito el verso de Sor Juana porque es uno de los artículos que componen esta preciosa compilación de algunos de los mejores de Ángeles Mastretta. Ese artículo es, en realidad, su discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos por su novela “Mal de amores” (una joyita). Habla de un poema de la primera poetisa del Nuevo Mundo, en donde sueña que va recorriendo todo el universo y se le cumple el sueño de conocer toda la sabiduría, sin limitarse a la literatura o a la filosofía. Esa mujer que se hizo monja “solo para poder leer”, quería saber de física, de astronomía, de todo. Algo difícil, encerrada en un claustro y luego en una celda de clausura por sus “extrañas ideas”; pero como era amiga del Virrey, la dejaron tener su biblioteca y recibir visitas, convirtió su celda en una tertulia. En ese viaje por el universo en “Sueño Primero”, se le muestra toda la sabiduría; solo para darse cuenta que, como dijo Sócrates, “solo sé que no sé nada”. El poema termina con la monja despertando de ese sueño, con la alegría inmensa de todo lo que le quedaba por descubrir. Feliz de no saber y entusiasmada ante la idea de lo vasto de ese universo que anhelaba conocer : “Quedóse el mundo iluminado; y yo, despierta”.
La verdad es que podría recomendar con toda seguridad cualquiera de sus libros, novelas o compilaciones de artículos, todos son excelentes. Pero elegí este libro porque asocio el artículo sobre Sor Juana, con uno de mis preferidos de la Mastretta, sobre una mujer que, cinco siglos después, “padecía” del mismo karma que la monja: el ansia de saber. Pasó ya hace dos días; pero por sentimental lo publico como regalo del Día de la Madre. En “Tributos a la vida”, nos cuenta de su madre, una mujer que hasta los cuarenta años fue ama de casa y madre de familia, sin haber terminado el secundario siquiera. A esa edad se queda viuda y se dedica a sacar adelante a sus cinco hijos, y cuando por fin los “tituló” a todos, a sus sesenta años, con la misma avidez de una nena de 17, hizo los tres años de educación abierta, obteniendo el título de bachiller, con un objetivo fijo: ingresar a la Universidad. Sí, a los 63. En cinco años terminó la carrera de Antropología, y, con 68, se presentó al examen de tesis. Versaba sobre una investigación que había hecho con cuatro mujeres pobres, recogiendo sus sueños y frustraciones, el título lo puso una frase de una de ellas: “Yo lo que quiero es saber”.
“Les había dicho a sus hijos que no quería invitarlos, porque la pondrían nerviosa, pero el Clan se negó a acatar la orden, y ese edificio colonial, vio subir la mañana de un viernes, por su eterna escalera de piedra, a los hijos, los sobrinos, los nietos, los hermanos, la eterna y ruidosa familia de la dama discreta que conocían sus compañeros y maestros. Hubo que cambiar de salón, hubo que avisar a los niños pequeños que no se trataba de jugar a las adivinanzas con la abuelita. No imagino lo que será para sus nietos recordar el orgullo cuando los profesores dijeron “aprobada”, y una hinchada futbolera cruzó el aire del solemne recinto. La abuelita se volvió licenciada. Al día siguiente una de sus hijas, volvió a abrazarla, orgullosa, y le preguntó “¿Estuviste contenta?”. “Fue el día más feliz de toda mi vida”, dijo, absolutamente segura de que tenía vida y valor para saber tal contundencia”.