“Libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!” Esta frase, llamativa y paradójica, que se atribuye a Madame Rolan, quien, en medio de la Revolución Francesa era conducida al cadalso, refleja el epítome de la crisis del Iluminismo: de esa creencia de que, aplicando la racionalidad a la vida política, todo lo demás se dará por añadidura. La historia nos muestra, con su terca realidad, que no es tan así. Las profundas discordancias de la conducta, los miedos y temores y la complejidad del ser humano, desmiente, rebasa todo eso. Y de eso tenemos experiencia todos. Hablo de mí, de nosotros. No simplemente de otros, como muy a menudo tendemos a juzgar, excluyéndonos en el Olimpo de las purezas. Los seres humanos somos contradictorios, y, más aún, cuando nos confrontamos a una situación límite.

La pandemia como lugar de la crisis

“Tengo que discrepar con usted, señoría, cuando dice que soy egoísta, porque dar de comer a mis hijos no es egoísta. Tengo estilistas que están pasando hambre, porque alimentan antes a sus hijos que a ellos mismos”. Así se expresó una peluquera, Shelley Luther, ante un juez de Distrito de Texas que le había pedido una disculpa por infringir una disposición de no abrir negocios durante esta pandemia. La señorita Luther, a pesar de una normativa en contrario, abrió su negocio, rechazando cada citación para que desista de su acción. ¿Razones? Ella misma le había dado al juez: “Señoría, si cree que la ley es más importante que dar de comer a los niños, entonces, por favor continúe con su decisión, pero no voy a cerrar la peluquería”, concluyó.

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La situación es: La peluquera violó una norma por extrema necesidad, aunque al hacerlo, guardó la distancia social requerida, exigía la toma de temperatura de sus clientes y utilizaba el jabón requerido para lavado de manos. Y, aun así, fue condenada a pagar una multa y pasar una semana en la cárcel. Sanción que solo la cumplió dos días al aceptar su apelación la Corte Suprema del Estado y la orden del gobernador.

Pero, el fundamento de la decisión del juez, no puede ser, ni mucho menos despreciada: “una sociedad –dijo– no puede funcionar donde las propias creencias en un concepto de libertad le permiten hacer alarde de su desdén por las decisiones de los funcionarios debidamente elegidos”. La trabajadora, a criterio del magistrado, no habría respetado ese orden al “profanar sus órdenes”. La situación, más allá de ser un caso puntual, refleja una realidad que se extiende y multiplica en todo el orden político-ciudadano y el jurídico.

Miedo al poder

El límite a la libertad. Nada nuevo. Lo mismo ha ocurrido luego de los actos terroristas del 11 de setiembre. Y la sociedad americana, históricamente, ha sido testigo de muchos otros casos: la suspensión del hábeas corpus en tiempos de la Guerra Civil por Lincoln, o más cercano en el tiempo, el confinamiento de los descendientes de japoneses durante la Segunda Guerra Mundial por el gobierno de Franklin Roosevelt. Podemos retrotraernos aún más y remontarnos a la cuna de Occidente, a Sófocles, quien narra la rebelión de Antígona ante los decretos del rey Creonte. Casos dramáticos o casos pequeños, cualquiera sea, la pregunta permanece: ¿cuáles son los límites del poder?

Pero, para hablar de límite del poder, debemos hablar de causa final, decía Aristóteles. Y ese fin, ese límite, lo establece la Constitución. Y al hacerlo, protege las libertades. Por lo menos, y así lo entendí, desde mis tiempos de estudiante de derecho. Así, un constitucionalismo sólido se configura, plenamente, con la garantía de derechos, y donde el poder controla al poder. Es lo que heredamos de ese grito de Madame Roland: el límite al poder, la no interferencia a la libertad, la división de poderes. Es lo expresado en el célebre artículo 16 de la declaración de los derechos del hombre. ¿Obsesión por la libertad de los liberales? Nada de eso. Eso es lo que configuraría un auténtico Estado de derecho. Si se desea que el régimen de gobierno sea el de un republicanismo democrático y liberal, no veo otra salida.

¿Miedo a la libertad?

Si esa tradición, la de un constitucionalismo republicano, como quería James Madison, protegía la libertad y derechos y ahora claudica, ¿qué está pasando? ¿Por qué esta suspensión de ciertas libertades como, por ejemplo, la de una peluquera de ganarse la vida? ¿Cabe la suspensión de las mismas en una pandemia o por peligro a la seguridad nacional? En la Constitución americana, la garantía a la libertad (o el límite del poder) están configurados en sus enmiendas, ratificadas para frenar el poder del gobierno federal, pero también de los estados. Los derechos de pensamiento, palabra, expresión, prensa, culto, actividades comerciales están protegidos. Son derechos fundamentales.

¿Y entonces? ¿Cómo puede un juez aplicar una norma o establecer una pena, norma prescrita por una legislatura que deja de lado lo garantizado por las enmiendas? Repárese solo en la célebre novena enmienda, tan cara a su autor, James Madison, pues, la misma “encierra” una verdad a gritos de derecho natural: “la enumeración de ciertos derechos, no debe entenderse que niega o menosprecia otros que retiene el pueblo”. Son los derechos inalienables invocados por Antígona, por Martín L. King o ahora la señorita Luther, independientemente de la posición política que los mismos pudieran sostener.

¿Será que la humanidad, ante el peligro de una muerte posible o inminente, prefiere un constitucionalismo débil, maleable? Es decir, un sistema en donde la libertad esté supeditada a proteger la vida a toda costa. ¿Será eso lo que hace que se protejan los derechos y libertades de manera limitada? ¿O es que no se puede proteger la salud ciudadana sin limitar, coercitivamente, la libertad? Si la democracia es una república, creo que sí. En cualquier caso, no deja de ser un maquiavelismo solapado: de un fin que justifica el medio. Pero ese constitucionalismo desgastará de a poco un auténtico Estado de derecho. Aquello de Patrick Henry, dame la libertad o dame la muerte, parecería cobrar mayor vigencia que nunca.

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