• Por Augusto dos Santos
  • Columnista

Aprovechando el fantasma omnipresente de las fake news, salieron a pontificar los dueños de la palabra e incluso a producir sesudos comentarios con voces graves sobre a quiénes creer y a quiénes no en el curso de esta crisis mundial. En todo el universo de las exhortaciones se leía como un correlato nítido un mensaje de zurcido no tan invisible que murmuraba: cree en los medios y no creas en las redes.

Lo cual es, en primer lugar, un atentado contra el sentido común de los dignos lectores aquí presentes y ausentes porque en la historia de la civilización los que realmente mintieron siempre fueron los medios.

Probablemente tenga cierto rigor el afirmar que en los medios existen niveles de chequeo de la información que privilegia la exposición de todas las campanas y que en el Twitter no tanto. Podemos conceder que sí.

Pero la palabra campana tiene una curiosidad; si se le pone una virgulilla sobre la eñe se transforma en campaña y creo que es allí donde se asienta la verdadera verdad en este debate.

Las redes, queridos amigos, se han constituido en las más irreverentes “rompecampañas” de los medios. Molestosas como tábanos para las ideas de un discurso único –o por lo menos dominante– y un enigmático capítulo aún no agregado a ese enorme tratado sobre comportamiento social en comunidades comunicadas de Noelle-Neumann en su “La espiral del silencio”.

Las últimas movilizaciones sociales en Chile permitieron asumir a los más prestigiosos medios de tal país que era imposible construir un proceso comunicacional sin tener un oído en los hechos y otro en las redes, en tanto y en cuanto ellas ya son una competencia real en materia de mediación entre la ciudadanía y el poder.

Coincide –al mismo tiempo– con la maduración de un proceso de identificación con el poder de muchos medios que si bien procedían de una etapa romántica en que podían etiquetarse como “medios de comunicación”, se han derivado muchos de ellos al estadio de “fines de comunicación” y en tiempos de pausa pandémica no está mal –en este orden– prepararse unos pochoclos y volver a ver “Citizen Kane” para advertir que no estamos hablando de ninguna novedad; apenas, sí, la novedad va asumiendo matices con el tiempo.

En el fondo las redes han sido una subversión por defecto de los hechos que siguieron y los prodigios que nacieron tras el advenimiento de la red mundial internet. Y como estos procesos son aún relativamente nuevos (un pestañeo si pensamos en lo enojados que habrán estado los monjes copiatines con don Gutemberg), aún habrá tiempo para ver qué lugar ocupan finalmente.

Mientras tanto los medios asumen una actitud bastante curiosa: cuestionan las redes, pero las utilizan intensamente.

Pero no. No es justo que los medios atribuyan a las redes sociales la propiedad de las fake news. No puede Frankenstein salir a la calle y gritarle: ¡feo! a nadie.

Además, las redes con toda la imbecilidad que tienen (como en cualquier otro sitio de la vida) son tremendamente divertidas, al ser, como son, un lugar donde no se salva nadie.

En estos tiempos en los que hablamos de aplanar la curva, eso; eso tienen las redes, aplanan la curva entre quienes son los dueños de la palabra y los que también las tienen y no podían usarlas o colocarlas.

Lo otro que tienen las redes es el poder maldito de mudar la sentencia de la mano de los jueces (muchos de ellos corruptos y parcialistas) a las manos de la gente como uno que puede resultar más parcialista, pero en general no será más corrupta.

Ellas también tienen esa horrible costumbre de juzgar a los periodistas, eternos protegidos del corporativismo y discutir a árbitros y relatores deportivos sin que nadie pueda reclamarle “autoridad”.

“Solo se trata de vivir”, decía una canción de Litto Nebia; “solo se trata de convivir”, diríamos nosotros al respecto.

Y, allá al final, si yo solo hubiera dependido de la TV o los medios “formales”, jamás en mi vida me hubiera enterado que tanta agua pasa bajo el puente de los medios sin ser advertida, o me hubiera quedado con la versión CNN sobre que Kim Jong-un se murió, o nunca me hubiera enterado de que algo está sucediendo ahora en un pueblo demasiado lejos o jamás me hubiera divertido con tanto estruendo con la historia de una “Miss Horquetaaaaa!”.

Dejen que las redes hagan lo suyo.

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