“Eran ellos, modestos infanzones sin fortuna, hombres de espada ávidos de pan y dinero, quienes poco a poco movían hacía el Sur la frontera, como apuntaba una coplilla de juglares, que a veces la tropa canturreaba de noche, junto al fuego de las acampadas:

Por necesidad batallo, y una vez puesto en la silla se va ensan­chando Castilla delante de mi caballo”.

Esta no es cualquier versión de la historia del Cid Campeador, es casi un western en el cual el genio de Arturo Pérez Reverte nos lo muestra al inicio de lo que sería su leyenda: Siglo XII, el Reino de Castilla se disputa entre los hijos del rey Fernando I, Sancho y Alfonso, quien luego se coronará como Alfonso VI de Castilla, León y Aragón. Ruy Díaz de Vivar, alférez de Sancho, queda bastante mal parado y es expulsado del reino. Sin rey, sin patria, sin una moneda, todo lo que tiene Ruy es un puñado de hombres fieles dispuestos a batallar por la paga. Ofertas no faltan, pero el honor de Ruy le impide pelear contra el rey, a quien juró lealtad por más que este lo haya desterrado. Ofrece sus servicios al Conde de Bar­celona, pero a este no le causa buena impresión este merce­nario al mando de una banda de descalzados harapientos.

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En esas andan cuando se les cruza una hueste de los más feroces morabíes, del norte de África, y los mercenarios les dan lucha sin cuartel por sobrevivir. Con tanto éxito que terminan perdonando la vida a los últimos porque, bueno, ya eran demasiados muertos. Cuando se lo tra­ducen surge la algarabía, postrándose los enemigos a los pies de su caballo al grito de “sidi, sidi”. Diego Ordóñez, su segundo al mando, ríe al recordarle que “sidi” quiere decir “señor” en árabe. Y si tus propios enemigos te llaman señor en plena Edad Media, algo especial habrás tenido. Con el tiempo la leyenda lo transforma en “Sidi Quambitur”, “Señor Cam­peador, el que pelea”.

Surgen entonces una idea y una oportunidad. El Reino de Zaragoza está en poder de los moros, pero aquí también hay pelea entre herederos. Al Sur gobierna el más moderado rey Mutamán. Al Norte le disputaba tierras su hermano, morabí y más afecto a la yihad y el extremismo. Mutamán sueña con mucho más que asegurar sus fronteras, sus fantasías lo ven alguna vez en Valencia, cerca del ansiado Mediterráneo. ¿Y quién mejor que este castellano que ya ha vencido a morabíes y goza de fama de gran guerrero aún entre ellos?

Lo que sigue son batallas y más batallas, triunfos impensa­dos. Y la admiración que se va creando en el rey Moro de Zara­goza por este líder nato, que pelea con sus hombres, duerme donde ellos y come lo que ellos. Uno que se encoge de hombros cuando lo alaban y tiene poco apego a la fanfarria y los hala­gos está más bien preocupado en asegurar de dónde va a salir la próxima comida de sus soldados. Ese tipo de hombres que, de tan sencillos, terminan siendo gigantes. Héroes de leyenda. Los favoritos de la historia.

“No tenía patria ni rey, solo un puñado de hombre fieles No tenían hambre de gloria, solo hambre. Así nace un mito. Así se cuenta una leyenda”.

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