- Por Carlos Mariano Nin
- Periodista
A veces, quienes trabajamos con las noticias sentimos el peso del dolor ajeno. Y en estos días la carga es demasiado grande. El coronavirus, en su expansión por el mundo, nos sorprende cada día con más y más muertes, historias cotidianas que nos tocan el corazón, historias que podrían bien ser tuyas… o mías, o de quién sabe quién. Historias que nos dejan el terrible sinsabor de la impotencia.
Me pasa infinidad de veces. Pero esta semana me tocó de cerca. La historia no está relacionada al virus, pero una cosa me llevó a la otra. El hermano de mi vecino (voy a llamarle Juan, un nombre ficticio para una historia real) tuvo un accidente cerebrovascular… del miedo de los primeros momentos al terror me permitieron dimensionar la tragedia que vive una familia cuando debe conseguir, como sea, una cama de terapia intensiva.
Casi siempre es una carrera contra la muerte. Desesperación e impotencia, dolor ante lo inevitable. Ver las noticias quizás no alcance. Es una mezcla de sentimientos y todos, absolutamente todos, dolorosos. El tiempo va limitando los signos vitales del paciente llevándose nuestras esperanzas y ahogándonos en la desesperación. No hay palabras para describir ese momento. La ciencia define a la medicina intensiva como una especialidad médica dedicada al suministro de soporte vital o de soporte a los sistemas orgánicos en los pacientes que están críticamente enfermos.
En los hospitales públicos de todo el país hay 304 camas de terapia intensiva para niños y adultos, y el sector privado dispone de 212. Y es aquí donde volvemos al virus. No solo es matemáticas, es indolencia, negligencia, abandono. Según estimaciones estadísticas de la Organización Mundial de la Salud, de casi ocho millones de habitantes, se estima que en el peor de los casos el 20% podría estar grave por la afección respiratoria, más de un millón seiscientas personas, y el 5% podría llegar a necesitar una terapia, ochenta mil personas, si OCHENTA MIL.
Si se llegase a los pronósticos más desalentadores tendríamos ochenta mil personas luchando por un poco más de 500 camas de terapia. Entonces, como en Italia, los médicos deberán decidir, aunque suene fuerte y mal, quién vive… y quién muere. Y, sin embargo, los números se reducirían aún más si las camas estuviesen ocupadas por otras personas con otras dolencias. Esa es la realidad que nos toca. La principal función del Estado es velar por la salud pública de sus habitantes. Lo dice la propia Constitución Nacional. Sin embargo, nadie da la cara cuando muere un paciente por falta de terapia. En estas condiciones la salud puede esperar, resignarse o morir.
Hoy que necesitamos el dinero nos damos cuenta, por ejemplo, que los funcionarios públicos cobran dinero por presentismo, sí, por presentarse a trabajar. Un lujo digno de una novela de locos. Claro, los locos somos nosotros. Tienen seguros millonarios, buenos viáticos y hasta ayuda vacacional. Suena como un chiste, pero no lo es, es nuestra triste realidad. No sé cómo será de ahora en adelante, pero lo concreto en medio de toda esta incertidumbre, es que el mundo va a cambiar. No solo nuestros hábitos. Deberán cambiar las formas de administrar el dinero público, las prioridades y las preocupaciones.
En esa lucha entre la vida y la muerte, entre la catástrofe y el despilfarro, entendemos que un político no puede ganar más que un médico, ni un terapista menos que un futbolista. El mundo está dando un giro y tenemos que aprender de nuestros errores. Son tiempos de reiniciar. De apretar delet y comenzar de nuevo. Si seguimos así y pasamos esta gran tormenta tendremos una nueva oportunidad de rectificar y reiniciar. Al final, oportunidades como esta dicen que se dan solo cada cien o más años.
Ah, Juan se salvó. Sus hijos consiguieron una terapia a través de amigos con alguna influencia. Es también nuestra realidad. No es culpa de Juan, él solo no quería morir. Yo lo viví, nadie me lo contó. El sistema agoniza y las terapias… están en terapia. Pero esa… es otra historia.