“A mí lo que me interesa es lo solos que vivimos todos y lo difícil que nos resulta comunicarnos, y que es esa soledad la que termina por generar violencia”. Federico Jeanmaire
En el 2007, Federico Jeanmaire hizo algo que no acostumbraba hacer: ver el noticiero de la noche. Allí lo sorprendió la historia del día: una anciana de más de 90 años a quien un “pibe chorro” le roba la cartera. Ella lo persigue para recuperar la cartera, lo alcanza y luego lo empieza a golpear. Tan fuerte fue el ataque de la nonagenaria al adolescente que los vecinos, asustados, intervinieron en defensa, pero del “pibe chorro”. Más allá de lo hilarante de la noticia, en ese instante supo que allí había una novela, mucho más profunda que la anécdota jocosa.
Se propuso encontrar a los personajes en su propio entorno. Tenía que verlos, sobre todo a la mujer. Por suerte encontró a una vecina de 93 años que contaba con los atributos físicos del personaje: salud, fortaleza física y, quizás, un antiguo brillo en la mirada de esos que dicen “vos y cuántos más”. Así nació Rafaela, o Lita. Una señora de barrio que tiene 93 “para 94”. Un día, un ladrón la apunta en la espalda con el filo de un cuchillo cuando está entrando a su casa y le dice que entre y le dé todo el dinero que tiene. Gran error, pibe, gigantesco. La señora, asustada, le hace caso y lo guía hasta el baño social de la casa, señalando el gabinete. El ladrón cae en la trampa, entra al baño y la doña le cierra la puerta con llave. La encerrona perfecta.
Pero no contenta con ello, decide que Santi, su ahora cautivo, de 14 años, no solamente es un peligro público al que no puede soltar así nomás para que vaya a asaltar a otra indefensa viejecita; no, se dedica a hablarle para “reformarlo”, entre otras cosas, del inminente estupro que está por cometer con su hermanita. En el ínterin no faltan sus prejuicios de clase que, remontándose hasta su desprecio por el mate y los gauchos, resultan, más que ofensivos, hilarantes. La única verdad es que Rafaela está sola y necesita a quién contarle la historia de su madre, un público digamos “cautivo”, que le preste una oreja comprensiva por el módico precio de galletitas de agua, bizcochos y milanesas que le pasa por debajo de la puerta. Ella lo quiere como a un nieto, él tiene hambre y la llama “Lita”, a ella le encanta porque justamente Delita era el nombre de su madre, fallecida cuando ella era un bebé, signando un destino de soledad y abusos, no muy diferentes a los que se dan en la casa de Santi.
Delita era una mujer hermosa (no como Lita, que salió fea como su padre), que a principios del siglo XX tenía un solo sueño: volar. Subirse a un avión y dejar la tierra por unos minutos. Un aprovechado usa ese sueño para llevarla primero a un hotel y violarla a cambio de ese vuelo. Ese vuelo que Delita se va a cobrar a como dé lugar. El aviador cree que tiene derecho y aún se cree más seductor que violador, así que intenta impresionarla ante la vista del avión con una frase: “Liviano es el aire”. Pero Delita lo reta con una frase que es al mismo tiempo la única denuncia que puede hacer y el reclamo de la autonomía sobre su propio cuerpo: “Más liviano que el aire es el deseo de cualquier mujer”.