• Por Augusto dos Santos
  • Analista

Nos preparamos toda la vida para un enemigo. De niño peleábamos contra nuestros temores, luego nuestros traumas. De más grande peleábamos por nuestra posición en la manada, por una adolescente que nos parecía tan angelical que valía la pena entregar la vida si necesario fuere. Aunque no lo sabíamos, en realidad estábamos peleando contra el amor y sus arrolladoras consecuencias.

Cuando terminábamos la secundaria, nos preparábamos para luchar contra el enemigo de la mediocridad, buscábamos la mejor armadura para que los golpes del desengaño de pasar de la adolescencia a la realidad no nos hiciera bolsa tan fácilmente. Aún teníamos el acné, pero ya nos mirábamos el horizonte, ese horizonte que empezaba a verse y nos marcaba, de alguna forma, el camino hacia nuevas cosas que iban a sucedernos como terminar la universidad, casarnos, tener hijos y volver a pelearnos contra todos los enemigos que se oponían a esa secuencia feliz.

Luego empezabas a pelear por un concepto nuevo. O por dos. La familia y el mito de la prosperidad. El camino de construir un nido suficientemente fuerte que te protegiera de la tormenta y acunara a los polluelos que irían llegando. Cuando los tuviste en brazos, supiste pelear contra el enemigo de la enfermedad, no dormiste vigilando que ese ser que representaba tu continuidad en la historia siguiera respirando a pesar de algún mal que se estacionara en su cuerpo.

Más tarde peleaste contra el enemigo de las grandes ligas. Los enemigos con los que pelean los adultos: el odio, la ingratitud, la envidia, la intolerancia, el poder destructivo, la mala política, las deudas, los desafíos de construir un legado.

Sabías que había enemigos razonables e inexorables. Los unos seguirían llegando durante toda la vida, fruto de la dinámica de los tiempos y las olas del mar de la existencia: la muerte de un ser querido, un derrumbe económico, un litigio malvado; los otros, los inexorables, los tenías no queridos, pero administrables desde la resignación: la enfermedad, la buena despedida, la muerte.

Un día te cuentan que por un virus que nació a la vuelta de la esquina están muriendo hombres y mujeres en todo el universo. Te cuentan que el rostro del dolor, del temor y de la impotencia ya no es en Kampala, ni en Kinshasa ni en Kurusu de Hierro, sino que es en Manhattan y ves todo en la tele como en una puta película de ciencia ficción.

Entonces, miras alrededor y ves que estás solo. Que en la casa que poblaban tus hijos o tus hermanos, o tus vecinos, o tus amigos, ya no hay nadie más que vos y la persona que vive con vos. O vos y nadie más.

Y sea que creyeras o no en un dios, te refugias en la duda y en la incertidumbre de enfrentar a lo desconocido, a un gigante desconocido, ya cuando la ostentosa civilización decretó que vivíamos en un mundo triunfal que no tenía preguntas.

Y te das cuenta que no estabas preparado tampoco para otro enemigo inesperado y posmilenial: el no saber sobre algo en los tiempos de la abundancia de respuestas sobre el todo.

Ojalá pronto una vacuna nos saque de este año increíblemente averiado, lamentablemente derrotado; año afincado en los suburbios elegantes de la gloriosa época sabelotoda, y enseñe a los Trump, a los Putin, a los Xi Jinping –de una vez por todas– lo que ya me enseñó mi abuela Catalina como lección de humildad: en la desgracia nunca nadie vive demasiado lejos.

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