• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

El 10 de marzo de 1920 fallece Ignacio A. Pane, excepcional representante de la Generación del 900. Una afección cardíaca, reseñan las crónicas de hace cien años, adelanta el inexorable trayecto hacia la tumba cuando aún no había cumplido cuarenta años (Asunción, 31 de julio de 1880). En los despuntes del siglo XX se declaró feminista. Proclamó su socialismo dentro del Partido Nacional Republicano, al que se adhiere, bajo ciertas condiciones, en 1906 mediante una carta enviada al general Bernardino Caballero y publicada en La Patria el 24 de abril. Su plataforma social de 1911, camino a la Cámara de Diputados, incorpora el derecho electoral de la mujer, las ocho horas laborales, reforma de la ley del matrimonio civil y la “mejora legal de la condición de hijos ilegítimos”.

En su libro “El Solar Guaraní” (1947), Justo Pastor Benítez lo enmarca en colores como un “agitador de ideas”. En las polémicas, “su talento despedía chispas”. En el Congreso, “él solo constituía la oposición”. Ilustró con su palabra “la cátedra, la prensa, la magistratura, el Parlamento y la tribuna popular”.

Parecía apurado, igual que Blas Garay, para hacer mucho en poco tiempo. Es como si presintiera su muerte temprana. Compartía su pasión por enseñar y escribir con la sociología, la política, la poesía, el idioma guaraní, el piano y la traducción al español de poetas franceses. Pero la mayor de todas fue, quizás, animar a las clases obreras para organizarse y tomar conciencia de su destino de lucha.

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En su célebre conferencia del 31 de diciembre de 1916 que tituló “Política y obreros”, Pane aprovecha para recordar al auditorio: “Tengo a mucha honra haber sido con el doctor Antolín Irala y don Ricardo Brugada uno de los primeros legisladores paraguayos que han puesto por primera vez a la orden del día del Congreso Nacional el primer proyecto de ley de carácter netamente socialista, el de la jornada de ocho horas” (Patria, 4 de enero de 1917, primera plana).

Su espíritu insaciable de justicia, más su visión anticipadora y revolucionaria de las conquistas sociales por venir, lo lleva a asumir la causa feminista en 1901. Es su compañero de ruta en esta cruzada Arsenio López Decoud. Luego, se sumaría Telémaco Silvera. “Se puede ser obrerista –advierte– sin ser obrero como feminista sin ser mujer” (1916).

Mal estudiado y peor aprendido, los republicanos del presente se sienten satisfechos con repetir una o dos frases de este pensador convencido de que las utopías de ayer serán las realidades del mañana. Pero más que nada, lo recuerdan para agitar pasiones –no ideas– invocando la vida recta de un hombre que cruzó el fangoso campo de la política sin que se le adjudique mancha alguna. Como excusa podemos exponer que la mayoría de sus escritos partidarios esperan ser rescatados de las páginas de los diarios de la Biblioteca Nacional. Las publicaciones que fueron editadas en formato de libro ya son difíciles de encontrar.

El sesquicentenario de la muerte de Francisco Solano López permitió redescubrir al Ignacio A. Pane reivindicador del mariscal. Uno de los primeros, junto con sus amigos Juan E. O’Leary y Enrique Solano López.

Muy comentada es la anécdota registrada durante el discurso pronunciado en la Recoleta el 22 de setiembre de 1906. J.P. Benítez recoge el hecho, pero se equivoca de fecha y omite el nombre del agresor: “Su altivez provocó una conmoción popular (…). El jefe del Estado Mayor (coronel Manuel J. Duarte) que escuchaba su ferviente oración lopista le gritó ‘¡Muera López!’, y Pane, sin inmutarse, hizo uno de los miles paréntesis de su vida y le contestó ‘Muerto está’ y siguió su discurso que fue violentamente cortado por una carga del Escuadrón de Seguridad”. Pane no perdió la compostura. Sereno, pudo terminar su alocución.

“Obrerista, pero no socialista”

Los que analizaron la vida y las obras de Ignacio A. Pane se empecinan en desmarcarlo del socialismo que él mismo había confesado. En su “Formación social del pueblo paraguayo” (1967), J.P. Benítez lo etiqueta como un “conservador-tradicionalista” a pesar de “algunos ímpetus reformistas”. “Sus sentimientos humanitarios hacían de él un obrerista, pero no un socialista”.

En esa misma línea lo inscribe Raúl Amaral (2016): “Por otros andariveles se ha intentado embretar a Pane en una ideología de tipo socialista, que en modo alguno alcanzó a explicitar (…). Permaneció, sí, junto a lo que él denominaba la ‘causa obrera’. Esto del socialismo de Pane, sin exhibición de pruebas concretas, se parece mucho al mítico ‘socialismo’ de Blas Garay”.

Después de hacer un recorrido por las corrientes socialistas de la época, incluyendo una distinción del comunismo, Carola González Alsina (2009) concluye que “el planteamiento de Pane, más que socialista, es de solidaridad, no es tanto producto de la conciencia de clase como lo dictaba el marxismo, sino en tanto conciencia de la mutua dependencia en la vida en sociedad”.

De hecho, el socialismo de Pane no es marxista. Eso lo aclara en varias páginas de su “Apuntes de Sociología” (1917) y como bien subraya el periodista Adrián Cattivelli en un libro sobre nuestro autor.

Paradójicamente, durante la dictadura, uno de los intelectuales adscriptos al régimen, Bacón Duarte Prado, escribe en 1972 que Pane “se proclamaba a sí mismo ‘socialista’ para confirmar su postura antiliberal y antiindividualista”.

Y es cierto, aunque los escudriñadores de sus escritos perseveran en asegurar que no lo fue.

El meduloso análisis comparativo de Carola González Alsina se centra, casi con exclusividad, en la conferencia de 1916. Y considera que las citas sobre el socialismo “más que valor en tanto texto, sirven como contexto al mensaje que Pane intenta transmitir a su auditorio obrero”.

Hay que hacer notar que antes de esa fecha, ya en su Credo Político de 1908, Pane aseguraba que “los colorados, según sus estatutos, están al frente en el derrotero del progreso (…). Allí no cabe sino el partido netamente socialista”. Diez años después, en la convención republicana de 1918, es más explícito: “Soy partidario decidido de la doctrina de la solidaridad social; en eso se encuentra uno de mis ideales socialistas; pero no soy de la orgánica en el sentido material, sino de la solidaridad voluntaria, reflexiva, conciliable con la libertad, tal como enseña uno de los más grandes maestros, el insigne sociólogo Duprat” (justamente autor del libro “La solidaridad social”).

En su encuentro con la clase obrera, su disertación constaba de once puntos y el último de ellos caratuló “Nuestro socialismo”. En aquella época, Rufino Recalde Milesi y Cayetano Raimundi lideraban el Partido Obrero, ligado a la Internacional Socialista. Probablemente esa situación conduce a Pane a reafirmar sus declaraciones de 1908: “En el Paraguay ya está formado el Partido Socialista. Es el Partido Nacional Republicano…”.

“Nuestro programa –dice–, aunque idealista, rechaza los absurdos y admite solo las posibilidades del socialismo. Y entre las posibilidades, las buenas. Así que los burgueses espantadizos que por casualidad me oigan o leen ya pueden ir tranquilizándose. No pretendemos suprimir de golpe y porrazo el capital, sino transformarlo, mejorarlo”.

Y prosigue: “Así como no puede suprimirse sino reducirse la autoridad, así también no puede suprimirse el capital, sino el capitalismo. El capital tendrá que existir siempre, aunque tenga que ir a parar a manos de la colectividad o en poder del obrero. No creo que para suprimir el capitalismo haya que empezar a destruir la propiedad privada, así como para abatir al militarismo no creo que haya necesidad de fusilar a todos los militares”.

El socialismo integral

¿Cuál fue el socialismo de Pane? Juan Casabianca, en su condición de delegado de “Ideas francesas en el extranjero”, en cuyas filas militaba Pane, despide al compañero resaltando que este tenía por maestro, entre otros, a Jean Jaurès, quien había visitado Buenos Aires en setiembre de 1911. El mismo que estructuró su plataforma ideológica sobre la “íntima relación entre socialismo y Revolución Francesa”. Esta relación era necesaria, porque si la revolución había conseguido la emancipación política del trabajador asalariado, “el sistema económico lo constriñe a una especie de esclavitud”. Y solo el socialismo podía superar esa contradicción (Fetscher, Iring, 1977).

Jaurès había recibido fuertes influencias de Benoit Malon y su socialismo integral, “resultante sintética de las todas las actividades progresivas de la humanidad militante”, y que es citado por Pane en su conferencia sobre “Política y obreros”. Malon representaba a una franja de “independientes” que había incorporado a su formulación política un “humanismo acentuadamente socialista”.

El socialismo integral no concebía la transformación de la sociedad solamente desde los aspectos económicos. “No podría conseguirse una auténtica liberación de la humanidad si los cambios económicos no iban unidos a la renovación política, espiritual y, sobre todo, moral” (Fetscher).

Para ubicar mejor a Pane habría que hurgar en las polémicas que mantuvo con Rodolfo Ritter, un abogado y periodista de origen ruso que vivió exiliado en nuestro país (huyendo del zarismo) y que dirigió “El economista paraguayo”. Ante los cuestionamientos de su adversario en la esgrima verbal, el doctor Pane defiende “la aplicación del término socialista a teorías que no son marxismo puro” y la posición de que “para ser socialista no es indispensable ser ateo o antirreligioso ni suprimir las fronteras y toda propiedad privada” (Patria, 4 de setiembre de 1917).

Casi en sintonía con Malon, Pane subraya que “el doctor Ritter se coloca en el punto de vista de su especialidad, el de un economista. Yo me coloco en el punto de vista sociológico que abraza tanto el del económico, como el del filósofo y el de moralista”. Recuerda –y celebra–, finalmente, la “derrota del socialismo antipatriótico” de Hervé (Gustave) en el Congreso Internacional de Stuttgart, realizado en 1907.

Definitivamente, Pane no era un neófito de la causa socialista, tal como se presenta ante los obreros en 1916, sino un “viejo camarada de luchas y de ideales”.

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