• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

“La convención del Partido Nacional Republicano de 1906 es la raíz de un acto poco explorado: la conspiración contra Bernardino Caballero para alejarlo de la Comisión Central en razón de ‘su avanzada edad’. Le ofrecen la presidencia honoraria. El excombatiente de la Guerra Grande decide alejarse de la conducción partidaria. Enrique Solano López, desde la dirección de La Patria, anuncia el cisma republicano”.

El itinerario político de nuestro país está punteado por rupturas, divisiones y hasta enfrentamientos armados dentro y entre los partidos, levantando irreconciliables muros de opiniones en medio de la sociedad. Es lo que sobresale en la superficie, aunque también hubo acuerdos y alianzas que han quedado relegados en las reseñas al margen de los libros de historia. Y entre ambas actitudes, surgen las conspiraciones –esa nuestra segunda piel– que terminaban, casi siempre, en golpes de Estado, pero, al mismo tiempo, sirvieron de levadura para los más inverosímiles pactos en la búsqueda del poder. Hechos que no siempre son bien contados a causa de ese contagioso virus que persistentemente insiste en adulterar el presente desde el pasado.

El uso político de la historia, en razón de una adscripción ideológica –advierte Chiaramonte, 2013– puede terminar desfigurando el afán de conocimiento. Por eso, el mismo autor, citando a Rafael Obligado, considera que metodologías más científicas y racionales pueden hacernos dudar de las conclusiones sobre determinados hechos. La única tabla de salvación es el apego a la verdad con la determinación de Aristóteles respecto a su amigo Platón.

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Haciendo las correspondientes y previas precisiones, aclaramos que este no es un artículo para rever juicios sino un comentario que recoge datos políticos de nuestro pasado. Porque como decía Bacon, la historia es el único lugar donde uno vuelve a escribir sobre lo que ya está escrito. Nuestro propósito es simplemente el de la divulgación, sin ánimo de agitar las aguas del presente.

La propuesta de consenso que se puso sobre la mesa de negociaciones del Partido Colorado alega a su favor la tradicional vocación de poder de sus cuadros dirigentes y como peso en contra una carga de periódicas fracturas de cuyas lecciones todavía hay mucho que aprender. Porque hasta esa vocación de poder quedó en entredicho en varios tramos de la transición democrática cuando las heridas desbordaron los cauces de la acostumbrada unidad ante la amenaza de un enemigo externo. Desde esa época, la llanura siempre es una posibilidad latente. Ahuyentar ese fantasma es, al parecer, el primer eje de esta convocatoria que tiene como objetivo poner en orden las coincidencias y reducir el impacto de las lógicas divergencias.

LAS DIVISIONES TEMPRANAS

No pasó mucho tiempo desde la fundación del Centro Democrático y del Partido Nacional Republicano (1887) para que aparecieran las desavenencias internas. En 1893 asoman los síntomas premonitorios de una división, que duraría décadas, entre los que luego serían “cívicos” y “radicales” del liberalismo. Enfrente, la proclamación del general Bernardino Caballero como candidato a la presidencia para las elecciones del año siguiente genera la primera crisis de importancia de los republicanos. Disgustado, el general Juan Bautista Egusquiza, miembro prominente de la legión que marchó contra del “tirano López” y firmante del acta del 11 de setiembre de 1887, se atrinchera en el Club Popular por él creado y también lanza su candidatura. Era el período de Juan G. González, cuñado de José Segundo Decoud.

Los rumores de que el mandatario estaría operando desde las sombras para que su pariente político lo suceda en la Primera Magistratura de la Nación, aprovechando el indisimulado encono entre “caballeristas” y “egusquisistas”, exteriorizado en los voceros periodísticos de ambas fracciones, desembocan en un efecto contrario. Ante el peligro de fortalecer a un oponente común, pactan los generales, a quienes se suma Patricio Escobar, y el 9 de junio de 1894 modifican el tablero político: el vicepresidente, Marcos Morínigo, es el nuevo jefe de Estado.

Tras la destitución de Juan G. González, el general Caballero desiste de su candidatura y, con abstención liberal de por medio, el 25 de noviembre de ese mismo año, Egusquiza se convierte en presidente.

Es el inicio de un largo proceso de incomprensiones, ambiciones aceleradas y desatinos que se encargarían de fisurar la sociedad paraguaya.

La revolución que 1904, que desaloja del poder a los republicanos e instala en el gobierno a los liberales, profundiza los conflictos en ambos partidos.

La convención del Partido Nacional Republicano de 1906 es la raíz de un acto poco explorado: la conspiración contra Bernardino Caballero para alejarlo de la Comisión Central en razón de “su avanzada edad”. Le ofrecen la presidencia honoraria. El excombatiente de la Guerra Grande decide alejarse de la conducción partidaria. Enrique Solano López, desde la dirección de La Patria, anuncia el cisma republicano.

La nueva directiva, por mayoría y de acuerdo con los nuevos estatutos, designa presidente a José Emilio Pérez, quien no asume el cargo puesto que ejercía las funciones de ministro del Interior en el gobierno de Cecilio Báez. Sí lo hace el vicepresidente electo, el diputado Miguel Corvalán. Pero las heridas, esta vez, no tardaron en cicatrizar. Caballero, quien vivió su ostracismo político en Buenos Aires, regresa en 1908 y es recibido por una multitud en la que se mezclaron sus leales compañeros y sus detractores de dos años atrás. Nuevamente es electo presidente del partido.

Por el lado de los liberales, la revolución de 1908 ahonda la grieta entre “cívicos” y “radicales”. Para 1911 existían tres frentes, con sus respectivas comisiones directivas: el Partido Liberal Democrático (cívicos), liderado por Antonio Taboada; el Partido Liberal (radical gondrista), con Emiliano González Navero a la cabeza; y un sector radical disidente (Daniel Codas) apoyando al presidente Liberato Rojas.

Entre esos años tumultuosos se concreta un pacto impensado entre Bernardino Caballero y Benigno Ferreyra, ambos en el exilio. Aunque finalmente todo se diluyó en los papeles, en 1909 firmaron en conjunto un documento para dar vida a una coalición que “subsistirá en toda su plenitud en tanto que no sea cambiada la situación política del Paraguay” (Julio César Frutos, 1993). Gobernaba Emiliano González Navero, quien había sucedido en el cargo precisamente a Ferreyra, después de la sangrienta revolución liderada por Albino Jara el 2 de julio de 1908.

LOS DOS PARTIDOS NACIONAL REPUBLICANO

En el firmamento republicano se cernía un verdadero cisma, como el anunciado por Enrique Solano López, aunque se anticipó dos décadas. Iniciada la polémica en 1926 sobre las conveniencias de mantener o levantar la abstención electoral, se agudizan las controversias en 1927, con expulsiones que alcanzan a una de las figuras más relevantes del partido, el doctor Juan León Mallorquín, y termina en 1928 con una separación orgánica.

El Directorio Central del Partido Nacional Republicano Eleccionista tiene a Francisco C. Chaves en la presidencia y al doctor Eduardo López Moreira en la vice. En el Partido Nacional Republicano Abstencionista lideran los doctores Pedro P. Peña y Juan León Mallorquín.

Diez años después de iniciada esta crisis, en 1936, se realizan las primeras conversaciones para la reunificación. El doctor Mallorquín es electo, sin oposición, para presidir la comisión provisoria para la unidad.

Luego vinieron las divisiones entre “democráticos” y “guiones rojos”, “estronistas” y “contestatarios”, “militantes” y “tradicionalistas”, y, lo más reciente, que también terminó en escisión: “argañistas” y “oviedistas”. El espectro de la división persigue a los republicanos incluso en el exilio.

En este recuento incompleto, hacemos este subrayado especial en la Asociación Nacional Republicana porque es ahí donde se está hablando reiteradamente sobre la urgencia de un consenso para las próximas elecciones, municipales, primero, y presidenciales, después. La siguiente, y necesaria, instancia deberá constituir la redacción de un documento que sirva de piedra de ángulo para un acuerdo programático. Si la propuesta no está sustentada en la esencia doctrinaria que dio nacimiento a esta asociación política, cuya vida institucional atravesó tres siglos, su duración en el tiempo puede ser efímera. Durará lo que duran las elecciones.

Desde la filosofía política, el consenso es un elemento de legitimación de un buen gobierno. Pero, también, puede definirse como la “existencia de un acuerdo entre los miembros de una unidad social dada acerca de principios, valores y normas”, así como respecto “a la deseabilidad de ciertos objetivos de la comunidad y de los medios aptos para lograrlos” (Sani, 2008). Las fuertes adhesiones a determinadas creencias, agrega, hacen improbable el consenso absoluto aun en las unidades sociales más mínimas. Ni hablemos de las complejas.

Analizando las conceptualizaciones académicas, fundadas en la observación práctica, y aprendiendo de las experiencias, el proyecto en marcha de un amplio consenso dentro del partido en el poder es un desafío a la lucidez, a la inteligencia y a la buena voluntad. Y de alcanzar sus propósitos puede ser un modelo ambicioso, con proyección nacional, para convocar a otras organizaciones políticas y sociales.

No todos orientarán sus pensamientos en la misma dirección. Y es comprensible que así sea porque forma parte de la naturaleza humana, admitía el propio Caballero. Es ahí donde el discurso, acompañado de conductas, deberá jugar su papel de mediador calificado: comunicar correctamente y con claridad, para consolidar adhesiones y suavizar desencuentros. La misión es complicada y requerirá de la habilidad de un eximio cirujano. Ya lo decía alguien: “Es más fácil gobernar un país que conducir un partido”.

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