• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Un paciente y dedicado investigador podría escribir fácilmente sobre la “Anatomía de una dictadura”. En sus delirios de poder absoluto el régimen estronista dejó un registro meticuloso de sus interminables y atroces violaciones a los derechos humanos. El 22 de diciembre de 1992 la ciudadanía asiste estupefacta al descubrimiento de toneladas de papeles en un depósito de Lambaré. Documentos que ese mismo día fueron clasificados como los Archivos del Terror. Ahí estaban todos, incluyendo los nombres de aquellas personas cuyas detenciones la dictadura había negado reiteradamente. De los que supuestamente se fugaron de los tenebrosos centros de torturas. Y los que fueron traídos desde Misiones con el rótulo de “empaquetados” y que jamás llegaron a destino.

Todo empezó el 4 de mayo de 1954. Roberto L. Petit fue la primera víctima de la tragedia que asolaría la república durante casi treinta y cinco años. Este joven y talentoso político republicano, a semanas de cumplir treinta y dos años, muere durante el asalto de los golpistas al Cuartel Central de Policía, donde ejercía el más alto cargo de la institución. Pero, sin proponerse, durante una conferencia pronunciada en 1950, también vaticina la caída de sus verdugos repitiendo una frase que él mismo admitía que no era suya: “Nadie cae del poder por sentirse débil, sino porque se cree demasiado fuerte”. Y eso exactamente les pasó a los estronistas en la noche de la Virgen de la Candelaria y en la madrugada de San Blas.

Lo de L. Petit fue premonitorio. Toda una brillante generación (poetas, músicos, escritores y políticos) se encamina al exilio. Los que tuvieron permiso para quedarse fueron confinados al silencio. Y los que se atrevían a hablar (en contra, obviamente) conocerían largas pasantías en el Departamento de Investigaciones, en la Comisaría Tercera o en La Técnica. Los más afortunados saldrían con graves secuelas físicas y sicológicas. Otros, simplemente, desaparecieron.

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Sentado en el trono de la soberbia, con el poder ilimitado que le permitía disponer de la vida y posesiones de las personas, con capacidad y fuerza para reprimir cualquier atisbo de inquietud ciudadana, la dictadura ni se dio por notificada de los aires democráticos que empezaron a desplazar a los viejos regímenes de la región.

Aunque miles de paraguayos deseaban ansiosamente la caída del tirano, esa posibilidad parecía muy lejana. Era imposible pensar que el general Alfredo Stroessner pudiera ser desalojado del cargo por la misma vía que llegó al poder. Había parcelado astutamente el territorio de la corrupción para que todos sus generales quedaran satisfechos. Parecía eterno. E invencible. Así lo percibían sus colaboradores más íntimos y leales. Por eso, aquel 2 de febrero de 1989 algunos de ellos decidieron viajar al este para celebrar el aniversario de fundación de la entonces Ciudad Presidente Stroessner.

La penosa desmemoria

Los primeros disparos de los tanques y morteros retumbaron entre el temor y la esperanza. De fracasar las intenciones de los sublevados las repercusiones serían impredecibles. Incluso, los que ni siquiera tuvieron participación en la conspiración quedarían en la mira. La línea de acción del estronismo solo necesitaba del argumento de la sospecha para proceder. Si el golpe tenía un final adverso, las represiones serían brutales. El hecho de que la poderosa Caballería comandara el operativo le daba cierta tranquilidad a la ciudadanía. En el pasado, casi todas sus revueltas fueron exitosas.

Hoy, en la distancia y la desmemoria, quienes no sintieron en carne propia los años de terror, no pueden dimensionar a plenitud la tragedia de vivir bajo el miedo y la opresión. Ni siquiera se detienen a reflexionar –mucho menos cuestionar– sobre aquella época. Ni sobre la agonía cotidiana de que te roben lo más sagrado que tiene el ser humano: la libertad. Ese período debió ser incorporado dentro del sistema educativo nacional como una asignatura obligatoria, que sirva para promover el debate y valorar el real sentido de la democracia.

La dictadura, aparte de su servicio de inteligencia, había instalado una amplia red de delatores. Si el primero se encargaba de perseguir “comunistas”, supuestos y reales, los segundos se especializaron en inventar enemigos del régimen. Estos últimos tenían hasta el carné de “informantes” y gozaban de inmunidad, “rogándose a las autoridades civiles, policiales y militares facilitarles su trabajo”.

La libertad de expresión garantizada en la Constitución Nacional era letra muerta. Se cerraban radios y se clausuraban periódicos. Ñandutí fue víctima de un peculiar cuan sistemático ataque: las interferencias. Cada vez que el director-propietario iba a realizar algunos comentarios, un largo y estridente sonido lo silenciaba.

Cualquier manifestación que molestaba al estronismo era dispersada a golpes. Llegamos al extremo kafkiano de que algunos actos no estaban prohibidos pero nadie podía entrar. Esa ironía cruel divertía al dictador y a su entorno.

El tiempo no hace concesiones ni a los déspotas. A mediados de los ochenta su brazo civil, el Partido Colorado, empieza a sentir los primeros síntomas de una nueva división. Los dirigentes más viejos, que renunciaron a sus ideales por los privilegios de la buena vida, quisieron recuperar algo de la dignidad largamente perdida y se atrincheraron en el Movimiento Tradicionalista, que a su vez se dividió entre los que seguían jurando fidelidad al dictador, y los que suscribían el manifiesto “No más general Stroessner”. La obsecuencia materializada en su más alta expresión se constituye en el movimiento de “los militantes combatientes estronistas hasta las últimas consecuencias”. La división fue siempre la constante dentro de los republicanos.

Entre 1958 y 1959, un amplio sector de la dirigencia histórica de la Asociación Nacional Republicana, con la clara lectura de que Stroessner vino para quedarse, conoce el destierro. Empieza así la larga odisea de miles de compatriotas que son enviados al exilio o deciden escaparse del país para salvar sus vidas y las de sus familias. Y así pasó la eternidad de treinta y cinco años. Hasta que una noche…

El golpe anunciado se hace realidad

Los rumores del golpe eran cada vez más insistentes. Hasta se comentaba que el general Andrés Rodríguez iba a ser apresado durante una reunión del Comando en Jefe, como cabeza visible de la conspiración. Filtrada la información, el consuegro de Stroessner simula una fractura de una de las piernas. Es enyesado para dar mayor realismo a su versión y así justificar su ausencia. El plan no detiene su marcha aun con la alta probabilidad de que haya quedado al descubierto. Embriagado de una sensación de omnipotencia, el dictador ni siquiera cambia su rutina. La traición de algunos jefes militares de su entorno completa la maniobra.

Aquella tarde del jueves 2 de febrero de 1989 la gente estaba más apurada que nunca. No había otro tema de conversación que no sea el levantamiento militar contra el anciano dictador. A las 17:00, cuando llego a la redacción del diario donde trabajaba, la jefa de las limpiadoras que estaba terminando su turno me confiesa, asustada: “Nosotras vivimos alrededor de la Caballería, y esta siesta varios oficiales recorrieron nuestras viviendas para pedirnos que abandonemos el lugar y vayamos a casa de algunos parientes o amigos”. El círculo se iba cerrando. A las 19:00, frente al local alquilado del Sindicato de Periodistas del Paraguay (SPP) varios delegados ni entraron al edificio. Óscar Acosta era el secretario general y yo el adjunto. Ante la inminencia del golpe, se suspende la reunión. ¿Todos ya lo presentían menos Stroessner y su sistema de inteligencia? Uno de los grandes misterios sin resolver.

En el colectivo que me lleva a casa el silencio es cada vez más espeso. Se suma la actitud rara del conductor de ómnibus. Tenía la radio apagada. Todos buscaban con los ojos, desesperadamente, su parada para descender. Cuando me bajo del vehículo, la sensación del golpe era ya inminente. Hasta que se escuchan los primeros cañonazos. Era el principio del fin.

En la mañana del 3 de febrero el general Rodríguez anuncia que Stroessner está detenido. Luego es obligado a firmar su renuncia y enviado al exilio a Brasil. Todo estaba consumado. Tan rápido como increíble. Las calles, que antes eran de la Policía, fueron recuperadas por la gente. Me viene a la memoria una narración breve del escritor Moncho Azuaga, que tenía este título: “–¡Alto, quién vive!... –La noche de la Candelaria, mi general”.

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“Sentado en el trono de la soberbia, con el poder ilimitado que le permitía disponer de la vida y posesiones de las personas, con capacidad y fuerza para reprimir cualquier atisbo de inquietud ciudadana, la dictadura ni se dio por notificada de los aires democráticos que empezaron a desplazar a los viejos regímenes de la región”.

“Hoy, en la distancia y la desmemoria, quienes no sintieron en carne propia los años de terror, no pueden dimensionar a plenitud la tragedia de vivir bajo el miedo y la opresión. Ni siquiera se detienen a reflexionar –mucho menos cuestionar– sobre aquella época. Ni sobre la agonía cotidiana de que te roben lo más sagrado que tiene el ser humano: la libertad”.

Etiquetas: #febrero de 1989

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