• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

La impunidad es la que facilita “el adulterio político del funcionario”. El entrecomillado es una expresión del ministro del Interior, Euclides Acevedo. La afirmación es mía. Creativo para dulcificar el lenguaje y hacerlo más atractivo, el secretario de Estado evadió utilizar la palabra corrupción que, junto con la ineficiencia, son los indicadores más sensibles para medir el malestar de la ciudadanía hacia la gestión de varios ministros y directores o presidentes de entes y órganos públicos.

La habilidad discursiva –innegable, por cierto– del ministro Acevedo tiene la característica de ser incisiva y espontánea. Es esa espontaneidad la que, en ocasiones, consciente o inconscientemente, desnuda el significado profundo de lo que se dice, sin decirlo explícitamente. La metáfora del adulterio político encierra una realidad que describe la dislocación de valores que hoy se vive dentro del Gobierno. En la mayoría de los países, este pecado bíblico ha sido descriminalizado. Ya no hay castigo penal, solo motivos para un divorcio en lo civil. Haciendo un paralelismo, el funcionario infiel, que en algunos casos actúa en connivencia con su jefe, es sumariado dentro de la jurisdicción administrativa y su castigo se reduce al despido e inhabilidades, por un determinado período, para trabajar en la administración pública. En síntesis, se divorcia del Estado. Con posibilidades de contraer nuevamente nupcias en el futuro. Y si es imputado por la Fiscalía, algún juez se encargará de liberarlo por falta de pruebas.

El documento en el que se define el matrimonio, como razón para que el adulterio ya no sea delito del Código Penal Federal mexicano, es apropiado para graficar el connubio entre la estructura superior del Gobierno y los funcionarios de rangos inferiores de nuestro país: “Se trata de conceptos generales relacionados con la moral y el deber de recíproco respeto a la dignidad entre dos personas que celebran un contrato…”. Por el método de la analogía, es obvio que el adulterio político es mutuo. Muchas figuras del Gobierno son cuestionadas desde la ética. Y cuando desaparece la dignidad en el trato –empezando por un salario inhumano–, los de abajo se sienten habilitados a romper el contrato. ¿Estamos justificando la corrupción? Rotundamente, no. La condenamos, sí, pero en todos los niveles.

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LA CORRUPCIÓN SISTÉMICA

La corrupción en el Paraguay se volvió sistémica. Convive entre lo público y lo privado. Es permanente, no episódica. Es la característica de los Estados blandos, definía alguien, primero, por su poca institucionalización y, segundo, porque el control ciudadano carece aún de la fuerza necesaria para que pueda ejercer una presión efectiva y correctiva sobre los órganos del poder. Todavía tiene mucho arraigo el gobierno (o caprichos) de los hombres sobre la preponderancia de la ley. Por eso siguen en sus cargos personas que demostradamente son incompetentes para sus funciones específicas y que han despilfarrado recursos públicos.

El doctor Fernando Vera, un ilustrado dirigente ya desaparecido, del Partido Revolucionario Febrerista, solía sostener que la “corrupción se volvió una cultura” en el Paraguay. Ante tal afirmación, el escritor Roque Vallejos añadía que se trata de un sistema de antivalores que ya ha permeado todas las capas sociales. Un fenómeno sociológico que afecta por igual al Estado como a la sociedad civil.

Y habría que darles la razón cuando la organización no gubernamental Transparencia Internacional, con sede en Berlín, Alemania, acaba de evaluar a Paraguay como uno de los países más corruptos de América Latina.

Rechazo el determinismo fatalista de nuestro inexorable destino siempre trágico. Tengo fe en esa mayoría silenciosa y trabajadora que alguna vez habrá de levantar su voz y ejercer responsablemente su derecho a elegir para que prevalezca la cultura de la moral y la ética como norma que rige nuestra conducta privada y pública, y que la corrupción sea como una marca de fuego en la frente de quienes la cometen. Pero no como un simple acto de hipocresía, de aquellos que la condenan, pero la practican. Espectáculo burlesco al que venimos asistiendo en función continuada en los últimos tiempos.

La fuga de los 75 presos de la cárcel de Pedro Juan Caballero, en complicidad con los responsables y custodios de la penitenciaría (de ahí el “adulterio” a que aludía el ministro), solo confirma el grado de quiebre moral de muchos funcionarios públicos y la vulnerabilidad en que se encuentra la seguridad en nuestro país. Y no son reos comunes. Son integrantes del temido y sanguinario grupo criminal Primer Comando Capital (PCC) de Brasil, con brazos y operaciones en territorio paraguayo. La ira de su venganza puede aumentar el caos y la zozobra en las zonas fronterizas. Recapturarlos rápidamente es un imperativo categórico para las autoridades. La debilidad de un Gobierno –que ya de por sí exhibe grietas internas en varios sectores– se vuelve más patente cuando empieza a retroceder ante el crimen en cualquiera de sus manifestaciones.

LA TRAGEDIA DE LA IMPUNIDAD

La impunidad se manifiesta cuando un delito queda sin castigo. Consecuentemente, alienta la reproducción del quebrantamiento de la ley a un ritmo acelerado. El mal ejemplo se multiplica más rápidamente que las buenas obras. Ante la ausencia de una acción punitiva, los que carecen de conciencia moral encuentran el camino liberado para transitar por el atajo del enriquecimiento ilícito, rápido y fácil. El remordimiento puede apaciguarse con champán de buena calidad o vinos importados.

El talentoso escritor y periodista Helio Vera solía repetir que la pena de muerte no termina con el crimen, pero atempera los espíritus. En lenguaje coloquial se traduciría en que los castigos ejemplares a los corruptos harían pensar más de una vez a los potenciales candidatos para no caer en la misma tentación. No van a terminar con el manoseo impúdico a las arcas del Estado, pero pueden disminuir los latrocinios.

Donde el Estado está ausente o es débil se constituyen los Estados ocultos o paralelos. Manejan los hilos del poder real. Queda claro que dentro del microuniverso penitenciario nacional existe un régimen bicéfalo. Existe y seguirá existiendo en tanto tenga vigencia esta precariedad institucional que padecemos como sociedad. Y mientras, algunos representantes del Poder Ejecutivo y la Fiscalía General, en un bochornoso espectáculo mediático, se reparten responsabilidades y culpas en esta fuga masiva de reclusos altamente peligrosos. Cuando lo que corresponde es analizar estrategias inteligentes para impedir reincidencias similares y así recuperar la credibilidad ciudadana.

El experto compatriota Juan Martens Molas, doctor en criminología, declaró a los medios de comunicación que el PCC cogobierna en las cárceles y sus tentáculos fueron expandiéndose ante la ineficacia y la corrupción. El análisis es correcto. Y, casi seguro, compartido por los responsables de la seguridad del país. El ministro Euclides Acevedo no es un improvisado en este campo. Pero es evidente que no está consiguiendo formar un servicio de inteligencia capaz de anticipar, en un trabajo conjunto, algunos acontecimientos que pueden ser evitados.

En este maridaje entre una jerarquía gubernamental sin autoridad moral, donde la incompetencia suma en contra (con las excepciones que honran los cargos), y un sector de funcionarios propensos a la corrupción, el adulterio político es mutuo. Y las consecuencias de estas infidelidades las paga la ciudadanía.

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El doctor Fernando Vera, un ilustrado dirigente ya desaparecido, del Partido Revolucionario Febrerista, solía sostener que la ‘corrupción se volvió una cultura’ en el Paraguay. Ante tal afirmación, el escritor Roque Vallejos añadía que se trata de un sistema de antivalores que ya ha permeado todas las capas sociales. Un fenómeno sociológico que afecta por igual al Estado como a la sociedad civil”.

Donde el Estado está ausente o es débil se constituyen los Estados ocultos o paralelos. Manejan los hilos del poder real. Queda claro que dentro del microuniverso penitenciario nacional existe un régimen bicéfalo. Existe y seguirá existiendo en tanto tenga vigencia esta precariedad institucional que padecemos como sociedad”.

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