- Por Aníbal Saucedo Rodas
- Periodista, docente y político
Paraguay es un país con escasa tradición democrática. Por eso nos cuesta el relacionamiento basado en la tolerancia y el respeto. De aceptar al otro en sus diferencias. De concentrarse en una actitud dialógica frente al semejante. Ante la imposibilidad de convencer nos atrapa la tentación de imponer. Y en última instancia los agravios suplen a los argumentos. El cuadro que estamos describiendo no se limita al territorio político. Se extiende a toda la sociedad. Naturalmente, donde tiene mayor visibilidad es en el manejo del poder, porque sus consecuencias impactan en toda la colectividad.
Los jóvenes deben saber que el proceso iniciado en 1989 es el más largo en cuanto a vivir dentro de un Estado de derecho, más allá de sus inocultables sombras y los intentos por quebrantarlo. Aunque tenemos un persistente derrotero de dictaduras y autoritarismos, debemos resaltar la historia de hombres y mujeres con vocación y principios democráticos que enfrentaron y hasta pusieron frenos, a quienes administraron discrecionalmente el poder. Y no pocas veces fueron víctimas (torturas, exilios y muertes) de quienes no aceptaban más razones que las de su propia voluntad.
La dictadura en el Paraguay no comenzó con Stroessner. Pero fue la que más tiempo duró. Treinta cinco años. Después de 1989, el general Lino Oviedo pretendió convertirse en una réplica del coronel Albino Jara, es decir, en el escalofrío que recorría el espinazo de la República con sus permanentes amenazas a la democracia. Una juventud que tenía fresca en la memoria la tragedia de vivir sin libertad se opuso a sus delirios mesiánicos en 1999. Ahí se anotan dos registros históricos: la derrota de los rebrotes autoritarios y “la defunción del pacto colorado-militar que, en puridad, es una dinámica anterior al estronismo, pues durante todo el siglo XX los partidos y movimientos internos se montan sobre esa estructura” (Fernando Martínez E., de un enriquecedor debate en Twitter, 13 de enero del 2020).
El daño ocasionado a la cultura y a la educación en ese periodo es imposible de cuantificar. Revoluciones, rebeliones, cuartelazos, golpes de Estado y asonadas ponen y deponen a presidentes de la República. Son nuestro telón de fondo como sociedad. Entre las revoluciones de 1904, que desaloja al Partido Nacional Republicano del poder, y la de 1922-1923, entre facciones del Partido Liberal, se sucedieron 18 presidentes, en 19 años.
Como dato anecdótico, pero trascendente, apuntemos que en abril de 1928 por primera vez los dos partidos tradicionales van a elecciones. José P. Guggiari-Emiliano González Navero fue la fórmula que representó a los liberales, y la de Eduardo Fleytas-Eduardo López Moreira a los colorados eleccionistas. Un sector de la Asociación Nacional Republicana declaró su abstención de toda participación por “falta de garantías”. Guggiari fue electo presidente.
A este itinerario de desventura política, con efectos sociales, debemos sumar la Guerra del Chaco, la revolución de 1947 y el golpe de Estado de 1954. Continuaba así el largo calvario del pueblo paraguayo que solo conocería su final, paradójicamente, por otro golpe de Estado, en febrero de 1989. ¿Qué cultura cívica, entonces, podría formularse dentro de un proceso recurrente donde votar era una obligación y elegir no era un derecho? Menos todavía con una educación alienadora, que estaba sometida a los patrones de la simple repetición, sin resquicios para la reflexión que pueda abrir la mente hacia el discernimiento, esa habilidad intelectual para distinguir entre dos o más opciones y elegir conforme con la razón. Y que tu decisión sea respetada.
Los fraudes electorales
Nuestra preocupación por construir una cultura democrática es razonable. Anulada la violencia desde los cuarteles continuó el deseo de violentar los procesos electorales. El más repudiable de todos –por alevoso e impune– fue el sabotaje a la voluntad popular que perjudicó al doctor Luis María Argaña. Esa práctica torcida de manipular resultados no ha desaparecido. Aunque los mecanismos de control son cada vez más rigurosos, la intención siempre está latente. Y la cultura es lo que somos.
La exacerbación lingüística que estriba todo su potencial en la diatriba y la injuria y que bastardea todo el escenario previo a las elecciones refuerza nuestra inquietud sobre esa ausencia que empobrece nuestro civismo. Es en las redes sociales donde la gente más rápidamente se desnuda del espíritu democrático que proclama y se viste con los hábitos del sumo pontífice de la verdad irrefutable.
A nuestra democracia le falta mucho para madurar. Diría que demasiado. El poder es una maza para aplastar adversarios. Para muchos esa es la lógica de la política. Una lógica bastante perversa. Tan perversa como la concepción patrimonialista del Estado. Los cargos son para los incondicionales (aunque sean incompetentes) y no para los idóneos.
Cuán atinadas y oportunas resultan hoy las palabras del doctor Josef Thesing (politólogo por la Universidad de Múnich), como si estuviera hablándonos: “De las fuentes culturales hay que obtener la fuerza para lograr el cambio en el comportamiento de las personas (…) El desarrollo hacia la democracia exige el desarrollo hacia una cultura de la democracia” (1991).
A riesgo de que me juzguen como un profeta de lo obvio, es bueno recordar que la democracia, más que un sistema de gobierno, es una forma de convivencia. Y la cultura es la forma de vida de las personas, “la suma de sus capacidades, habilidades, concepciones valorativas y formas de comportamiento” (Thesing). Conceptos viejos, pero siempre refrescantes para aquellos que los olvidaron y para poner un poco de rubor en el rostro de quienes han preferido ignorarlos, sobre todo en cuanto concierne a los valores y comportamientos.
La cultura tiene como una de sus fuentes a la educación. Nuestro sistema padece de una gran deficiencia, que ya habíamos apuntado anteriormente: carece de una escuela que cumpla con su meta de proporcionar conocimientos políticos, identificar los valores de la democracia y formar estudiantes con juicio crítico.
El insulto como arma política
Restringidos en sus cuarteles los militares y subordinados al poder civil y perfeccionados los mecanismos de control para minimizar las posibilidades del fraude electoral, queda por delante la urgencia del quiebre radical con ese desgastado e irritante modelo de hacer política, que nos retrotrae a prácticas tribales, aceptando, en cambio, el disenso como “la libertad y el derecho a ser adversario (…) Su ética exige disciplina para que el adversario no se transforme en enemigo” (Hättich, 1990). Y como dice este mismo autor, no se trata precisamente de una armonía sentimental sino de disenso comunicativo o de diálogo. En nuestro medio, la disputa llega al odio, el insulto es un arma política de tenencia autorizada y la iracundia verbosa tiene patente de impunidad.
Sin embargo, no hay que rendirse ante la realidad. Es fundamental entender con Marcuse que la cultura es un proceso de humanización, “caracterizado por el esfuerzo colectivo por proteger la vida humana, por apaciguar la lucha por la existencia manteniéndola dentro de límites gobernables, por estabilizar una organización productiva de la sociedad, por desarrollar las facultades intelectuales del hombre y por reducir y sublimar las agresiones, la violencia y la miseria”.
De la lectura desapasionada de esta definición sabemos exactamente cuán atrasado estamos en la construcción de esa cultura democrática. Atrasados, no obstante, no implica derrotados. Hoy encontramos gente que añora la dictadura. Y una ancha franja de la población que prefiere la indiferencia. La saludable oposición a los autoritarismos aún no logró consolidarse como sistema e incorporada como norma a la vida cotidiana. Solo se reacciona ante un hecho político puntual.
De los malos ejemplos deben aprender las nuevas generaciones para hacer exactamente lo contrario. Y recuperar la línea intelectual y moral de aquellos pocos que hicieron mucho por la cultura y entendieron que la democracia es, ante todo, un proyecto ético pensado para reducir a su expresión mínima las agresiones, la violencia y la miseria.
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“La exacerbación lingüística que estriba todo su potencial en la diatriba y la injuria y que bastardea todo el escenario previo a las elecciones refuerza nuestra inquietud sobre esa ausencia que empobrece nuestro civismo. Es en las redes sociales donde la gente más rápidamente se desnuda del espíritu democrático que proclama y se viste con los hábitos del sumo pontífice de la verdad irrefutable”.