• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Hace cien años, el martes 13 de enero de 1920, la muerte alcanzó como un rayo a Ricardo Brugada (h). Inesperada y fulminante. La noticia estremece la calurosa siesta de la Asunción de entonces. Sobre todo a los trabajadores, a los obreros y a las vendedoras, para quienes el “popular Ricardito” era un admirado paladín de sus reivindicaciones. El pueblo lo había adoptado como el abogado de los pobres. Existía una larga y valiente historia detrás de ese dolor de los más humildes. Pero, también, había un respeto solemne a su jerarquía intelectual y a su ética sin mácula. Por eso, en su velatorio, mezclados con los apellidos más encumbrados de la sociedad, dejan la ofrenda de su presencia los huérfanos de esta tierra.

De las decenas de coronas fúnebres, dos resaltan por esas historias detrás del dolor: “Las vendedoras del Mercado Central N° 1, al ilustre don Ricardo Brugada, defensor y protector de las clases desheredadas” y “Unión de Vendedoras del Mercado Central, al padre de los pobres, don Ricardo Brugada”.

El órgano del Partido Nacional Republicano, Patria, donde escribía Ricardo Brugada, publica la crónica de su deceso esa misma tarde: “¡Cómo! Hace apenas ocho minutos que estaba charlando con nosotros, en nuestra Redacción, sobre temas de actualidad política. Estaba verboso, alegre, lleno de vida y optimismo, ¿Y unos minutos bastarían para que se apague la llama de su vida?”.

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Al mediodía, con unos amigos había ido a almorzar al bar Triunfo. “De pronto, inclina la cabeza sobre la mesa. Había sufrido un ataque de síncope”. En el Sanatorio Nacional el doctor Eduardo López Moreira constata su muerte.

Esa historia olvidada nos recuerda que en 1907, Ricardo Brugada es nombrado socio fundador del Centro General de Obreros. A mediados de 1906 había organizado la Sociedad (Sindicato) de Cocheros”, relata Francisco Gaona en su libro “Introducción a la historia gremial y social del Paraguay”. Este militante exiliado del Partido Revolucionario Febrerista, añade, “Pocos meses después (organiza) la Sociedad de Mozos y, luego de pacientes trabajos, la Sociedad de Conductores de Carros”. Y resume la popularidad de Ricardito con una frase que reafirma su reputación: “Su intervención en varios conflictos obreros se debió siempre al clamoroso pedido de los huelguistas”.

La participación de Brugada en los conflictos obreros, mediando entre las partes, le crea varios enemigos. Entre ellos, los dirigentes de la Federación Obrera Regional Paraguaya, anarquista, quienes lo acusaron de “politicastro oportunista y elemento patronal” que solo andaba detrás de los votos.

Como pocas veces un ataque de esta índole fue tan provechoso para enriquecer la literatura política nacional. La respuesta de Brugada es enérgicamente bella. No solo como lúcida memoria de las primeras luchas obreras camino a la organización gremial sino porque proyecta la intimidad de un espíritu indomable que decidió consagrarse a la dignificación de los pobres. Que es, también, el reflejo de otros espíritus similares de aquella época.

La dimensión de su entrega a la causa de los trabajadores queda registrada en este párrafo: “Enarbolo la bandera del desinterés en medio de este grosero materialismo que nos devora; y me creo con fuerzas suficientes para conjurar todas las tempestades que surgen a menudo en la desigual lucha entre el obrero y el capitalista, y que hoy preocupa a todos los gobiernos del orbe”.

Es comprensible, entonces, que Ricardito Brugada, en 1911 y en coautoría con Ignacio A. Pane y Antolín Irala, fuera uno de los primeros en presentar ante la Cámara de Diputados el proyecto de ley de las ocho horas laborales.

Periodista y defensor

Periodista, político, parlamentario y diplomático, donde más distribuyó Brugada su tiempo fue en la tarea de dirigir o trabajar en los diarios de inicios del siglo pasado y en la misión, casi sagrada para él, de asumir la defensa de la gente que ni podía pagarle por sus servicios.

Escribía y escribía mucho sobre política, irrefrenable como toda pasión genuina, según puede corroborarse en las huellas que testimonian su paso por los periódicos. Aunque en 1900 abandonó la carrera de Derecho en el tercer curso, años después se incorporó “a los escritorios de abogado de los doctores José Irala e Ignacio A. Pane (…) para ejercer la procuración, especializándose en la cuestión criminal” (de la biografía publicada en Patria, el 14 de enero de 1920).

Hijo del publicista español Ricardo Brugada y de doña Juana Arrúa, paraguaya, nació en Asunción, el 10 de setiembre de 1880. Su inclinación política lo condenó al exilio, junto al general Bernardino Caballero, de quien era secretario particular. Pero ni el doloroso destierro contamina su vocación de hermandad y su espíritu de reconciliación. De su época de diputado son los dos proyectos de ley de amnistía amplia a los emigrados políticos, que fueron aprobados por sus pares.

El tumultuoso año de 1911, Centenario de la Independencia Nacional, empieza con la renuncia forzada del presidente Manuel Gondra (17 de enero) y lo reemplaza en el cargo el que encarnara la “prepotencia del sable”, coronel Albino Jara. Brugada lo enfrenta desde el Parlamento y en los foros de la calle, donde es el orador preferido de los jóvenes estudiantes. Los alumnos del Colegio Nacional de la Capital marchan pidiendo la renuncia de Jara y a pesar de la represión, algunos logran llegar hasta la Plaza Uruguaya. Hablaba, entre otros, el diputado Ricardo Brugada quien “no bajó de la tribuna a pesar de las serias amenazas y algunos culatazos de la policía” (El Nacional, 30 de junio, página 5).

Perseguido con saña por Jara, se asila en una embajada. El 5 de julio, cuando el coronel es obligado a renunciar por la misma vía que Gondra –la presión cuartelera–, se organizó una manifestación para buscar al diputado Ricardo Brugada, “quien defendió, como siempre, con su reconocida entereza y con valor, los derechos ultrajados del pueblo” reseña La Prensa, en su edición del 6 de julio. “Encontrándole la multitud ya camino al Congreso, le aclamó y le abrazó, y vitoreado por el pueblo fue conducido en hombros de la muchachada hasta el Palacio Legislativo”. Es en esta parte donde suspiramos con justificada nostalgia y acudimos al lugar común: ¡Qué tiempos aquellos!

“El porvenir es de los hombres con carácter”

Coherente con su propia existencia exhorta y alienta a su hermano Rodolfo, con motivo de haber ingresado a la Facultad de Derecho: “En política hay que luchar con desinterés y lealtad (…) No hay un solo acto en mi vida pública que importe una claudicación o una inmoralidad (…) Quiero que seas duro como el acero, pues el porvenir es de los hombres de acción y de pensamiento, en una palabra, de los hombres de carácter”. Y carácter le sobraba a Ricardito.

Su casa era el lugar cotidiano de la procesión popular. Tampoco tenía impedimentos para que lo abordaran en la calle solicitando su ayuda. En 1912, la Policía quiso evitar su contacto con los trabajadores –cuenta Natalicio González– comunicándole que no podía recibir visitas sin el permiso correspondiente. Brugada contesta conforme con su trayectoria: “Continuaré recibiendo en mi domicilio a todas las personas que quiera. El domicilio es sagrado en todos los países civilizados, pudiendo por su parte la Policía obrar como mejor le plazca, que yo sabré qué temperamento adoptar en defensa de mis fueros”.

No tiene este artículo pretensiones de biografía ni de escudriñar a profundidad el pensamiento social de Brugada. Solo es un homenaje de recordación por el centenario de la muerte de un hombre que nos hace extrañar la buena política, las virtudes morales y el pacto sin grietas con los ideales. Un hombre que es el retrato de la generosidad y la nobleza. La mencionada carta a su hermano, fechada en Córdoba, Argentina, en 1915 es una invitación para vivir el presente con las lecciones del pasado: “Procura siempre ser útil a tus semejantes, especialmente a los más pobres, a los obreros que son los más dignos de toda protección, y para hacer un favor no te fijes jamás en la filiación política del que te lo pide”.

Ricardo Brugada (h) es más que el nombre de un barrio de Asunción. Es un nombre que nos recuerda y nos reclama el deber moral y político de luchar por los derechos de los más débiles.

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“De las decenas de coronas fúnebres, dos resaltan por esa historia detrás del dolor: ‘Las vendedoras del Mercado Central N° 1, al ilustre don Ricardo Brugada, defensor y protector de las clases desheredadas’; ‘Unión de Vendedoras del Mercado Central, al padre de los pobres, don Ricardo Brugada’”.

“Procura siempre ser útil a tus semejantes, especialmente a los más pobres, a los obreros que son los más dignos de toda protección, y para hacer un favor no te fijes jamás en la filiación política del que te lo pide”. (Ricardito Brugada).

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