• Por Mario Ramos-Reyes
  • Filósofo político

Nuestro horizonte político democrático parece que requiere de la ciencia. Y la tecnología. Eso es cierto. Sin ambos, no existe desarrollo posible. Ambas, entrelazadas, son el “espolique” que se adelanta al “amo” el desarrollo integral, de una sociedad. Pero seamos sinceros. Hablar de ciencia, o Ciencia con mayúsculas si lo prefiere el lector, parecería atrevido sobre todo viniendo de alguien que no sería tal: un científico. ¿Es que –se preguntará alguno– qué puede saber de ciencia alguien que se dedica a la filosofía? Posiblemente muy poco. Supondría cierta arrogancia el escribir, siquiera brevemente, sobre un saber cuya autoridad aparece, en casi todos los casos, con el grado máximo de certidumbre. Pero, permítaseme ser arrogante por esta vez: la ciencia es un problema de filosofía y así como esta, forma parte de la vida. No de la vida abstracta, sino real. Aquella vida que está hecha de sufrimientos y alegría, enfermedades y dolores, avances y retrocesos en la vida política. Ciencia y vida. No existe ese divorcio entre filosofía y vida, así como no existe separación, aunque tal vez distinción, entre vida, ciencia y filosofía. Por el contrario, la vida es razonable y racional o no es vida. A menos que, al decir de Ortega –que nos dejo un legado memorable– queramos sumergirnos en el “terrorismo de los laboratorios”.

Pero el tema es más complejo. Se habla, como dije, de Ciencia. Es que se asume, y eso ya desde hace tiempo –tres siglos– que lo “científico” se reduce a hechos, método experimental, objetividad simple y llana. El resto es, bueno, puro verso, sentimientos. Ese es el legado de Francis Bacon, quien junto con John S. Mill –como siempre nos insistía el profesor Adriano Irala– apelaban a la dictadura de los hechos. La realidad estaba ahí, afuera, independiente del sujeto, de esa persona, de carne y huesos, que debía reconocerlos. Y punto.

EL PROGRESO Y LA CIENCIA POSITIVISTA

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Y así se conformó gran parte de la modernidad. Y también la modernidad americana, de México al Paraguay. Los “científicos” eran los que, desde el Estado, querían poner a los países en la ruta del progreso. Mal les pese a los juristas que hablaban de “justicia” o de los idealistas de “libertad”. Esos conceptos tenían que reducirse a la ley positiva, el primero, o, tal vez, al poder de caudillos, el segundo. Era el cientificismo más fundamentalista: la absolutización de la ciencia empírica. Se convertía la filosofía a nada, se transformaba todo en ideología “científica”, donde positivistas liberales primero, marxistas de distinto pelaje después, y neopositivistas naturalistas, por último, bailaban en el sepelio de lo religioso y lo filosófico.

Se debe superar la “cuaresma” positivista, pedía el argentino Alejandro Korn a principios del siglo veinte. La madurez política no se encontraba solamente en finanzas o políticas públicas científicas. No radicaba en el positivismo. La crisis de los modelos políticos inspirados en ese credo exigía una vuelta a los valores, a la cultura de lo humano, a la metafísica, a la búsqueda de un modelo que diera solidez a la libertad política. La exhortación de Korn sigue siendo válida: el rechazo a la sacralización de lo “científico”, el dejarse ilusionar con las mieles del “tecnologismo”. No existe eso de investigación pura y simple, sin contaminaciones de otro tipo de saberes. La ciencia no es un saber neutro de valores. No es ese un mundo de ilusiones que nos llevará al progreso ilimitado.

LA CIENCIA ES, PUES, FILOSOFÍA

Todo esto cobró sentido cuando se tropezó con Popper, el filósofo inglés comenzando en los años treinta del siglo pasado. Popper que dijo que no, que la ciencia no es ciencia empírica y objetiva sin más, sino que, para afirmar sus principios, requiere de una visión previa de lo que es el mundo. Existe un presupuesto, un subsuelo nutricio en donde hinca sus diagnósticos, predicciones. La ciencia procede desde creencia previas, afirmaciones o principios. Los admite. Los acepta. Se interpreta lo que es un componente químico a partir de asumir qué es la materia. Y también existe el espacio y el tiempo: están “supuestos”: toda una realidad precede al químico. No puede no rechazarlos como no rechaza el químico que la muestra de sangre que está examinando existe independiente de él. Así la ciencia, siguiendo una línea popperiana (existen varias) es un saber crítico que, imperceptiblemente, descansa en supuestos. La ciencia, pues, requiere de una filosofía, de una teoría sobre la realidad.

Y hay más. Las hipótesis científicas no son cerradas. No existe “La Ciencia”. Existen sí, hipótesis científicas y ciertos hechos que pueden ser corroborados y lo harán mejor, más “verdaderos” en tanto en cuando puedan ser falsables. O contradichos. Así la ciencia, como la sociedad, debe ser “abierta”. Nada es definitivo sino conjetural, un camino trillado por una seguidilla de suposiciones. Las implicaciones de esto, en la política, es enorme: Popper nos advierte de un cientificismo y tecnologismo que dejará de lado la libertad y hará a un régimen político, cerrado, dogmático, autoritario. Si un científico (cómo un político) no está abierto a las críticas, no es tal.

FILOSOFÍA Y DEMOCRACIA

Podría seguir. Y seguir diciendo que Kuhn, con sus cambios de paradigma, o Feyeraben con su presunto anarquismo científico, están en línea parecida: el que la ciencia tiene sus límites. Es más, agregaría yo, en una época donde los grandes paradigmas y relatos se han evaporado de la historia, donde la ética o mejor éticas se han fragmentado, pulverizado, pretender confiar el desarrollo de un país al desarrollo científico, me parece una ilusión. Ciencias son útiles, necesarias, pero no suficientes. Es construir, me temo, un edificio sobre suelo de arena movediza. La democracia como régimen de gobierno supone una vida y esto se nutre de valores. Y eso no se logra con una sociedad gobernada con tecnócratas. Para eso está la filosofía que ya a nadie le importa aunque, su venganza, se nota en lo que pasa: el ser humano aparece como un ente arrojado a una democracia que no puede casi gobernar.

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