• Por el Dr. Miguel Ángel Velázquez
  • Dr Mime

El secreto de la eterna juventud no está en la fuente que buscaban en América del Norte los conquistadores españoles, ni en las visitas constantes a los cirujanos plásticos o en los hectolitros de toxina botulínica que corren desde las ávidas jeringuillas de los esteticistas a las hipodermis de los pacientes que buscan burlar al calendario. Ese secreto está en el cerebro. Y es que en realidad, no somos la edad que pintan nuestras canas o dibujan nuestras arrugas, sino que debemos aprender algo de una buena vez: somos la edad que tiene nuestro cerebro. Y ello está más que demostrado en estudios y en la propia vida diaria.

Pero dentro de estas premisas, sabemos que la alimentación y los buenos hábitos de vida juegan un rol importante en este hecho. Ya en 1713 en Japón, el científico Ekiken Ikebara tenía a la dieta como una razón de longevidad cerebral, siendo él mismo una prueba fehaciente de sus hallazgos: murió a los 84 años, en aquel entonces una edad muy por encima de la media de vida de la población japonesa. Otro japonés, el Dr. Schin-Ichiro Imai, quien lidera un grupo de científicos de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington en St. Louis, Missouri, ha identificado que existe un gen específico relacionado a la detención del deterioro del cerebro, y que dio en llamar SIRT1, y a su proteína producida, la sirtulina. Esta proteína además se relaciona con la longevidad.

Está presente en las dietas bajas en calorías. Y este hecho se ve de manera curiosa pero dolorosa en situaciones como las que vivió Cuba con el bloqueo económico al que fue sometida: en el momento en que disminuyó la ingesta calórica por las restricciones dadas por la propia situación política y que influyeron en la economía de las importaciones de alimentos, disminuyeron algunas de las enfermedades cardiovasculares y aumentó la longevidad.

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El mecanismo de acción del gen SIRT1 y su proteína producida, a la sirtulina, es sorprendente. Esta estimula zonas del hipotálamo para que incremente su actividad neuronal, y como respuesta a ésta, se produzcan cambios en el músculo esquelético que, de esta manera, adquiere más vigor y longevidad. Incluso, ratones de laboratorio de 12 meses de edad (equivalente a 70 años de vida en humanos) se mostraban tan activos como los de 5 meses de edad, y su estructura muscular era similar a la de los ratones mucho más jóvenes. ¿Sorprendente, no?

Todos tenemos este gen SIRT1, pero su expresión (es decir, la capacidad que tenga de producir o no la sirtulina en cada caso en particular) en cada individuo se relaciona a su carga genética, la alimentación, la exposición solar, etc. Así comprendemos por qué existen familias cuyos integrantes son más longevos que el promedio de los habitantes y por qué la alimentación baja en calorías estimula la expresión de este gen, al igual que la exposición al sol. Una sobreexposición a esta proteína en el cerebro o una disminución de la ingesta calórica producen en laboratorio el mismo efecto: el aumento de la longevidad cerebral y general, el equivalente en hombres a 7 años más de vida y en mujeres a 12.

Además, los roedores con más sirtulina lograron sueño de mejor calidad y, como vimos, estructura muscular más consistente, además de una disminución notable en la aparición de enfermedades relacionadas con la edad avanzada como el cáncer. La fantasía de lograr mayor longevidad cerebral ya está instalada y con muy buenas bases científicas. Como el envejecimiento del hipotálamo y algunas de sus regiones particularmente es el que está relacionado con el envejecimiento general del cerebro, el hecho de poder manipular esos núcleos cerebrales es el punto hacia donde se dirigen ahora las investigaciones que quizás, quién sabe, en algunos años nos permitan vivir más y mejor.

Entonces ya sabemos, de ahora en más: el envejecimiento no es cuestión de piel ni de calendario, sino meramente del cerebro. O sea, de la cabeza.

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