Hoy es la fiesta de Caacupé y, una vez más, fuimos testigos en los últimos días de la gran religiosidad de nuestro pueblo, que peregrinó hasta el altar de la Virgen de los Milagros para cumplir alguna promesa o simplemente pedir su intercesión a la Madre de Dios. A nadie escapa que el pueblo paraguayo tiene muy arraigada esta creencia y es por ello que, año a año, acuden miles de peregrinantes, ante una prensa cada vez más atenta a la voz de los pastores de la Iglesia.

Si bien la festividad de Caacupé es un gesto religioso mariano, sin dudas también es un espacio de reflexión y de reclamos, por lo que muchas veces nuestros políticos y autoridades en general preferirían no estar o pasar desapercibidos porque, no nos engañemos, Caacupé es fe sencilla, es tradición en el buen sentido, pero también es costumbre, es escenario con micrófono abierto y una suerte de fetichismo disfrazado, muchas veces sin incidencia en la vida personal.

En el fondo, parecería que también nosotros creemos más en la fuerza del poder que en la fuerza de la fe para cambiar las cosas. Así, vemos cómo desde el púlpito tantas veces se insiste en el discurso sobre los valores y volvemos a esa enseñanza puritana que divide el mundo entre gente buena, gente de bien, gente decente y esa otra “clase” de personas, origen de los males sociales, formada por gente “corrupta”.

Quizás muchos ya no vayamos en realidad en actitud de peregrinación a Caacupé porque esto es mucho más que adquirir callos en una caminata larga; se trata de poner el corazón en juego, de admitir nuestra pobreza, nuestra necesidad de ser sanados, de ser educados, de ser amados como somos; es caminar hacia esa realidad que supera toda posibilidad humana: la de volver al Padre y dejar de lado nuestra pretensión orgullosa de autonomía. ¡Algo imposible sin la gracia de la fe!

Este fue precisamente el reclamo que hizo en su homilía durante el novenario esta semana el arzobispo de Asunción, monseñor Edmundo Valenzuela, quien pidió a los fieles renovar el encuentro personal con Jesucristo para lo cual debemos “superar el ritualismo y la sola piedad popular que muchas veces no nos aleja del apego al mal y de la corrupción moral, de la violencia y de los tráficos inmorales de drogas, lavado de dinero”, etc.

Es necesaria –agregaba el prelado– una vida cristiana que sepa unir en la práctica sus valores cristianos con una sana ciudadanía y democracia, en el bien común y en la dignificación de cada persona humana.

Más allá de lo que cada uno pueda creer, lo que la Iglesia nos propone hoy es una nueva evangelización para un nuevo Paraguay, lo cual será posible solo con “hombres nuevos” y estos, que son los verdaderos agentes del cambio, son los que toman en serio su fe, como bien lo describe monseñor Valenzuela.

Insisto en lo que había planteado en esta misma columna hace ya un par de años, en referencia a los “moralizadores” del país –los políticos y periodistas– que no se miran al espejo, pues la corrupción no es culpa de una sola persona o de un gobierno. El problema de la corrupción existió siempre, también en los tiempos de Jesús y el Evangelio nos recuerda que fueron precisamente “los escribas y fariseos”, es decir, los periodistas de la época y los que se jactaban de ser “honestos y puros”, los que salían al paso de cualquier circunstancia para juzgar a los demás hasta que el mismo Cristo los puso en su lugar. Esta misma postura farisaica es la que nos lleva muchas veces a asumir posiciones equivocadas ante los demás y la realidad.

Sobre este punto, recuerdo lo que escribía hace un par de años, en esta misma época, el filósofo y político paraguayo Mario Ramos-Reyes, acerca de la propuesta de la Iglesia, que afirma a la persona como tal y la cual no está separada de la sociedad: “Los cristianos viven con otros en el mundo, en la familia o en grupos. El hecho de ser seres sociales es previo a la individualidad de cada uno. De ahí que la moral que se propone no es ‘individual’ para cada uno de manera privada, sino personal, es decir, una que abraza a uno mismo y a terceros. Es comunitaria. El ser humano no posee una humanidad ‘esquizofrénica’, en la que vive ciertos valores de manera privada y otros en el ámbito público. La moral cristiana está enraizada en el modo natural de ser de todos. En la naturaleza social de las personas” (Caacupé, Iglesia y democracia, La Nación, 10/12/2015).

Por eso, cada uno de nosotros está llamado a ser protagonista del cambio y no esperar como siempre que este venga de arriba, pues esta es la excusa perfecta para no hacer nada y seguir esperando que el gobierno de turno –sea del color que sea– solucione siempre todos nuestros problemas.

Las diferentes reacciones que escuchamos, vemos y leemos en Caacupé cada año son simplemente reflejo del moralismo que es la mera insistencia sobre los deberes éticos, los valores, por sobre lo que fundamenta dichos valores y el comportamiento humano.

Es necesario recordarnos que cualquier rol o servicio público (ejecutivo, legislativo, judicial) así como cualquier responsabilidad en la sociedad civil en general, es para el servicio del bien común y de los ciudadanos en nuestro país. El desafío es cómo atender las justas inquietudes de la sociedad para el cambio necesario. Quizás este momento singular de nuestra patria puede ser una ocasión para que cada uno pueda ofrecer una contribución al bien común, colaborando con cualquiera que busque sinceramente mejoras para todos. Finalmente, de eso se trata “hacer política”. Puedo estar equivocado, pero es lo que pienso.

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