• Por Fernando Filártiga
  • Abogado

El mayor legado de Ronald Dworkin es una obra titulada el “Imperio de la Justicia”. Hace alusión al Estado de Derecho, ese fundamento del progreso occidental del que tanto se precian los anglosajones y nosotros hemos incorporado al texto, o más bien al papel de nuestras constituciones latinoamericanas. La base del imperio es una justicia profesional e independiente.

En Paraguay y en Latinoamérica, nuestros órganos de Justicia a menudo leen el termostato político y lo priorizan por sobre los eslabones formales de la pirámide de Kelsen: la Constitución y las leyes. Anteponemos lo político a lo jurídico y de allí nacen los tristemente célebres “fallos políticos”. No es que no suceda en otras latitudes. En el 2000, George W. Bush se convirtió en presidente de los Estados Unidos mediante una decisión judicial hasta hoy controvertida. A diferencia de otras latitudes, los fallos políticos son usuales en nuestra región. Por eso tenemos Estados de Derecho endebles a lo largo y ancho de Latinoamérica. Un Estado de Derecho de papel, que no es real en los hechos ni en la consciencia pues aun falta asimilarlo internamente como modo de vida.

Hoy tomamos el ejemplo de la orden de prisión librada en el Brasil contra el ex presidente Horacio Cartes. Ni bien se hizo pública la orden, los opositores al ex presidente celebraron el hecho político y el daño perpetrado contra su imagen. De inmediato encomiaron la intromisión, en lugar de objetarla. Ninguno de ellos cuestionó si la orden judicial extranjera contra un ex presidente de la República del Paraguay cuenta, o no, con sustento jurídico. Nadie se detuvo en la paradoja de que Brasil arremete sin elementos contra Horacio Cartes, responsable de un gran gobierno en el Paraguay, mientras ex presidentes brasileños con causas avanzadas y pruebas concretas de corrupción en su contra están libres y desafiantes.

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Tal ligereza no corresponde. Al menos si nuestra intención es madurar el Estado de Derecho y si nuestros actores quieren transcender de la politiquería para convertirse en estadistas. Toda decisión judicial fundada en consideraciones políticas es una decisión injusta. La decisión debe emerger de consideraciones estrictamente jurídicas, cualesquiera sean los efectos políticos ulteriores.

Veamos el caso del ex presidente. Las teorías de los funcionarios brasileños contra él están inficionadas de suposiciones. Los brasileños solo “suponen” que hubo ciertas comunicaciones y auxilio económico a un prófugo. ¿Y las pruebas? No se ha presentado una sola que tenga relevancia. Las hipótesis se basan en una antigua relación de amistad, no en pruebas concretas que involucren al ex mandatario paraguayo. El propio fiscal Stanley Valeriano dejó en evidencia este extremo en la entrevista dominical concedida a este medio. Todo ello deja entrever una motivación política tras la requisitoria: ansias de protagonismo de algunos magistrados, o bien alguna estructura más compleja para generar o desviar la atención.

Toda orden judicial debe fundarse en derecho. Ni qué decir una que los brasileños pretenden ejecutar extraterritorialmente contra un ex presidente de nuestro país. Lo contrario es un acto de imperialismo al viejo estilo y condenado expresamente, por razones históricas, en el Artículo 143 de nuestra Constitución, pues sí que hemos padecido imperialismos los paraguayos.

Para instalar el Estado de Derecho en Paraguay ante propios y extraños, debemos comenzar por anteponer lo jurídico a lo político cuando se trata de cuestiones judiciales. Si todo lo politizamos y se desecha el análisis jurídico o probatorio en función de un objetivo circunstancial, se fija un mal precedente que queda y esfuma las garantías para todos, no solo para el afectado de hoy.

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