En el 2015, Almudena Grandes se dio una pausa en su serie histórica sobre el franquismo “Episodios de una guerra interminable” porque el presente exigía toda su atención y su denuncia. Y quizás, un poco de su talento para crear esperanza. El resumen más hermoso que leí sobre esta preciosa novela coral fue el título que, a su reseña, le dio un blog “Ante la crisis, más barrio”. (Gracias por la cita, http://10001lectores.blogspot.com, aunque no les pedí permiso para usarla).

Un barrio cualquiera del centro de Madrid, afectado por la crisis económica. Un barrio hecho de gente como la peluquera Amalia, cuyo negocio está amenazado por las competidoras chinas, ellas mismas explotadas por las mafias. La maestra Sofía Salgado, preocupada por sus alumnos con hambre; la ginecóloga Diana, impotente ante el desmantelamiento de la sanidad pública. Marita, abogada de los desalojados por las estafas bancarias. Sebastián, arquitecto, y la burbuja inmobiliaria que todo lo devora. El inmigrante Ahmed y su resistencia a la tentación yihadista que explota la desesperación de su familia.

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“… En este barrio de Madrid que es el suyo, distinto pero semejante a muchos otros barrios de esta o de cualquier ciudad de España, con sus calles anchas y sus calles estrechas, con sus casas buenas y sus casas peores, sus plazas, sus árboles, sus callejones, sus héroes, sus santos y su crisis a cuestas. Aquí se quedan sus vecinos, familias completas, parejas con perro y sin perro, con niños, sin ellos y personas solas, jóvenes, maduras, ancianas, españolas, extranjeras, a veces felices y a veces desgraciadas, casi siempre felices y desgracias a ratos, pero iluminadas ya por la luz de otro setiembre”.

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Gente de todas las generaciones y orígenes, cuyas historias se entretejen para crear esa entidad más grande –y más fuerte– que ellos: el barrio. Periodistas, policías, inmigrantes y emigrantes, estudiantes, amas de casa, mucamas y desocupados. Juntos no son tan impotentes, como demuestran en la multitudinaria manifestación que montan para evitar el cierre del Centro de Salud. Pero la vida sigue, esa vida cotidiana en la que siguen existiendo el deseo y los secretos, la violencia, la enfermedad, el alcoholismo, el desencanto, las fiestas familiares y las noches de amor. Reivindicando el derecho de la vida a imponerse sobre todo: la búsqueda de la felicidad como derecho irrenunciable del ser humano.

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“No hace tanto tiempo, en este mismo barrio, la felicidad era también una manera de resistir”.

La lección de resistencia, como siempre, viene de los considerados más “débiles”. Esos abuelos que vivieron la guerra civil, la posguerra y el hambre. Esa gente que sabe que las crisis se superan, juntos, tirando para adelante como han hecho toda la vida, con gestos casi ingenuos como el de la abuela Martina, que pone el arbolito de Navidad en setiembre para alegrar a su familia. Recuerdan el hambre de verdad, y por eso le han perdido el miedo. Sus nietos, unidos por la desesperación en esa solidaridad inesperada, un guiso de bronca e indignación, aliñado con fuerza y ternura, van a entender, por fin, por qué sus abuelos les enseñaron, de niños, a besar el pan.

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