• Por el Dr. Miguel Ángel Velázquez
  • Dr. Mime

Cada tanto, el mundo del deporte profesional se ve sacudido por numerosos escándalos en los que se ven involucrados deportistas de alta performance, que buscan permanecer en la elite de sus disciplinas apelando a la ayuda de los químicos para que su cuerpo pueda rendir más allá de sus propios límites físicos.

Son los famosos casos de dopaje que le cuestan las carreras tanto a los deportistas como a sus preparadores físicos, entrenadores, médicos y responsables debido a que si bien es claro que la ventaja en la que incurren es absolutamente antinatural; sin embargo, la razón principal debería ser el riesgo al que exponen sus vidas por “inflar” sus capacidades más allá de los avisos del propio cuerpo de que su resistencia ha sido rebasada sobradamente, y que muchas veces culmina con muertes misteriosas y sorpresivas de estrellas con una gran vida deportiva y personal por delante.

Sin embargo, nadie conoce la realidad en la que los más grandes cerebros de la actualidad también recurren a la farmacología para aumentar sus potencialidades y mejorar su rendimiento intelectual. Es lo que se conoce actualmente como neurodoping o neurodopaje. Existe y es una realidad, y no solo en las elites intelectuales, sino en la propia universidad y hasta en los colegios.

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Y es que estudios recientes han demostrado que entre el 5% y el 15% de los estudiantes norteamericanos reconoció haber recurrido a estimulantes farmacológicos para poder aumentar su desempeño. Y no estamos hablando de la inocente cuán inofensiva “aspirina con coca cola”, que era nuestro “estimulante” en la década de los ochenta (cuán inocentes éramos!), sino de verdaderos cócteles sintéticos que harían morir de envidia al mismísimo Walter White, protagonista de la serie Breaking bad.

Pero eso no es todo. Un 34% de los directores de orquesta sinfónica (sí, ¡músicos!) confesó haber recurrido a alcohol o betabloqueantes antes de entrar a escena para combatir el excesivo temblor que les provocaba el pánico escénico. Y la mayor polémica la causó un corredor de bolsa de Wall Street llamado Andrew Tong, quien declaró haber sido dopado por su jefe para aumentar su rendimiento.

La respuesta al enigma del neurodopaje la encontramos en los savants, esas personas del espectro autista que demuestran cualidades de supersabios, como el caso de Kim Peek, a quien ya me referí en esta columna en otras ocasiones, y en cuya vida se basó el filme de los 80 “Rain man”, protagonizado por Dustin Hoffmann como Ray y Tom Cruise como su hermano (se los recomiendo, está en Netflix).

En los savant, grandes cantidades de información son almacenadas en el cerebro, y por ende, presentan enorme facilidad para realizar principalmente los cálculos matemáticos, así como también almacenar fechas, citas, páginas enteras, por ejemplo hasta una guía telefónica o la Biblia por completo de solo una leída. Sin embargo, su retraso psicomotriz (contrario a su desempeño en cuanto a memoria) es tal, que incluso no pueden vestirse por sí solos o realizar tareas simples como atarse los cordones o abotonarse la camisa. Pero su memoria e inteligencia matemática es prodigiosa, y esto lo hacen simplemente porque la injerencia de las emociones por sobre el conocimiento que adquieren es absolutamente nula.

Y es que nosotros aprendemos los conocimientos basados en las emociones, por lo que la información que ingresa por los sentidos llega a saturar el sistema emocional, el cual se niega a almacenar más información una vez “lleno”. Pero por su parte, los “científicos locos” que tanta admiración nos causan al memorizar todo lo que ven, no circunscriben la adquisición de conocimientos al significado emocional que ello pueda tener sobre sus cerebros (es decir, no existe el “me gusta” o “no me gusta”), sino que almacenan toda la información sin discriminar en el significado emocional de su contenido.

No obstante, esta tremenda capacidad de almacenamiento va casi siempre acompañada de trastornos de la personalidad. En efecto, estos genios no reciben en vano sus motes de “científicos locos”, sino que presentan episodios de bipolaridad extrema. Es así que en la fase maniática de su afección, son verdaderas máquinas de trabajar y de producir, prescindiendo hasta de dormir y de alimentarse en pos del frenético trabajo al que se ven consagrados, no fijándose en condicionamientos sociales e incluso morales, los que los hacen incluso trascender las fronteras permitidas a la expresión de la sexualidad, convirtiéndose en verdaderos transgresores en todo el amplio sentido de la palabra.

Y es digno de observar que en su fase depresiva, estos “genios locos” declinan su cognición de manera tal que hasta parecen haber perdido la razón, no pudiendo ejecutar operaciones mentales simples ni almacenar nuevas informaciones, desarrollando un pensamiento lento y torpe, volviéndose apáticos y huraños con respecto al entorno, apagando su fogosidad sexual característica de la fase maniática, y aislándose e incluso tornándose violentos en algunos casos.

Estas conductas de los savant en sus episodios característicos del espectro autista, o la bipolaridad marcada de los “genios locos” nos muestran que el cerebro humano puede ampliar sus capacidades neurocognitivas y sociales por los propios procesos neurobiológicos de manera absolutamente extrema, pero también nos muestran que pueden disminuirlos.

¿Cómo lo logra el cerebro? Interviniendo directamente en los procesos en cuestión. La intervención cerebral se da de la manera menos pensada hasta hace muy pocos años: con la creación de nuevas células neuronales. Un paradigma del siglo XX en Neurociencias fue el hecho de que las neuronas del cerebro no se podían regenerar in vivo, pero hoy sabemos que en determinados lugares del mismo, células madre regeneran y producen nuevas neuronas, las cuales se integrarán al tejido nervioso existente formando nuevas uniones para, de esa manera, adaptar nuevos contenidos y almacenarlos, siendo esta la base de la llamada neuroplasticidad o plasticidad cerebral. Y es aquí donde los científicos han desarrollado neurofármacos que afectan selectivamente a las membranas neuronales de las células involucradas en el aprendizaje, afectando selectivamente sus canales de calcio, y haciendo que de esta manera cambien su polaridad de manera dirigida para aumentar la capacidad de acción de dichas células.

Una de esas sustancias se denomina Rolipram. Actúa impidiendo que se descomponga una proteína llamada CREB, cuya función es estabilizar las sinapsis recién formadas. Esto hace que lo que se aprendió construyendo una serie de sinapsis en las redes neuronales para almacenarlo como conocimiento, permanezca de manera permanente sin necesidad de esfuerzo extra.

La Fuerza Aérea de los Estados Unidos ha aprovechado esta propiedad del Rolipram y ha suministrado la droga a sus pilotos, alcanzando estos una mayor capacidad de concentración y reacción ante situaciones de estrés, así como una respuesta mucho más rápida en estas circunstancias provocadas en los simuladores de vuelo. Otra sustancia que ya se conocía desde hace mucho tiempo es la D-cicloserina, utilizada como un antiguo medicamento contra la tuberculosis. Esta droga, en el cerebro, se une a los receptores de uno de los principales neurotransmisores relacionados con la memoria y el aprendizaje, el glutamato, favoreciendo la creación de nuevas redes sinápticas. Misma función por idéntico mecanismo de acción lo realiza el Donepezilo, medicamento usado hasta ahora en la enfermedad de Parkinson.

Pero toda buena noticia siempre tiene su lado negativo. Y en el caso de los neuroestimulantes es que estos potencian el almacenamiento de los recuerdos, sin discriminar en su contenido emocional. Vale decir, favorecen el almacenamiento tanto de las vivencias positivas como las negativas. Y como nadie desea preservar en su memoria recuerdos que evoquen malas experiencias o eventos desagradables, la lucha de los científicos ahora está centrada en medicamentos que puedan permitir el almacenamiento selectivo de los contenidos, basándose en su significado emocional, pero sin interferir en la cantidad ni en la capacidad de almacenamiento cerebral. Además, se suman otros factores negativos que pueden incluso tener consecuencias fatales. En el año 2002, dos pilotos norteamericanos bajo los efectos de una droga de tipo anfetamínico llamada Dexedrina, y sumidos en un estado confusional por la falta de sueño, mataron por error a cuatro soldados canadienses en unas maniobras conjuntas. Y es que las anfetaminas mantienen al cerebro alerta por medio de la liberación aumentada del neurotransmisor dopamina en el cerebro, causando taquicardia, estado de nerviosismo y sensación de euforia como efectos indeseables, lo cual lleva al sistema nervioso a un estado de descontrol. Actualmente, y entre los estudiantes de Medicina de los Estados Unidos, se halla de moda nuevamente la Ritalina (nombre comercial más conocido de la droga Metilfenidato) que es una medicación indicada en los casos de déficit de atención con hiperactividad. Sin embargo, se ha demostrado que no tiene una acción realmente eficaz en el aumento del aprendizaje por parte de personas que no padezcan esa patología, llegando incluso a resultar contraproducente para la adquisición de nuevos conocimientos entre los que la consumen.

Podemos estimular la adquisición de conocimientos con todo el arsenal neurofarmacológico del que dispongamos, pero eso no garantiza en absoluto la posibilidad de aprender lo que se adquiera, ya que para que se dé el aprendizaje, los conocimientos deben, necesariamente, ir ligados al componente emocional. Y ello, con estas drogas, es absolutamente imposible. ¡¡¡Tendríamos que estar completamente DE LA CABEZA para intentar hacer eso...!!!

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