• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Durante décadas la educación fue una herramienta para adormecer conciencias. Era una actividad intencionalmente dirigida a repetir informaciones. Sin espacio para interpelar los datos recibidos. Con la reflexión ausente era imposible expresar juicios. El sujeto era un engranaje más para que la misma rueda siguiera girando. Además, la sombra del autoritarismo se había filtrado en las aulas. Debatir con el profesor estaba prohibido, fiel reproducción del modelo político de entonces. El producto de ese proceso fue una juventud indiferente con su entorno, distanciada de los sueños de libertad y de justicia social.

La democracia solo existía en el discurso oficial. Contrastaba abiertamente con las experiencias de la calle. Con la silenciosa complicidad de los medios de comunicación de aquellas primeras épocas, las atrocidades del régimen permanecían ocultas.

Se votaba, pero no se elegía. El resultado de las elecciones podía anticiparse cinco años antes. Era un ritual de farsa repetida. Con el tácito aval de una sociedad que vivía sometida por el temor.

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Los jóvenes tenían dos opciones: convertirse en apologistas del régimen o alejarse de la política. No “meterse” era la decisión más saludable. Porque incluso entre los partidarios de la dictadura la intriga era un arma letal para librarse de eventuales adversarios.

En un país sumido en el sopor de una “siesta interminable” (Elvio Romero), por esa innata curiosidad del ser humano algunos jóvenes se animaban a leer más allá de los libros de textos. Mediante esas lecturas fueron construyendo una conciencia autónoma sobre su destino histórico y su compromiso con la democracia. Pero una educación vaciada de su contenido sociopolítico fue de escasa ayuda para que ese despertar fuera colectivamente más ambicioso. Así, cualquier atisbo contestatario era rápida y fácilmente reprimido.

UN LEGADO QUE PERDURA

Ese pensamiento de no involucrarse en política está vigente hasta hoy. Pero no solo por efecto de una escuela que no formó en cultura democrática sino, y principalmente, por ese divorcio entre la teoría de los ideales y las vivencias cotidianas que contrarían el imperativo ético de la política: la búsqueda del bien común.

Esa apatía se refleja en la baja presencia de los jóvenes en las elecciones, ya sean municipales o nacionales. No participan, pero expresan su frustración en las redes. Protestan, porque es un derecho inalienable la libertad de expresión, sin embargo, no se involucran en la construcción de nuevos liderazgos ni en el proceso de elegir. Desde la comodidad de una pantalla digital es difícil conseguir la transformación sociocultural que se desea. Para ello hay que abandonar la pasividad de la simple crítica para convertirse en protagonistas del cambio que se reclama.

En su célebre conferencia sobre “Política y obreros”, el último día del año 1916, el doctor Ignacio A. Pane alertaba que “no meterse en política es la política de la peor especie”.

No obstante, el doctor Pane hace una necesaria aclaración: “Si entendemos por política (…) la mala administración crónica, la violencia, el abuso, el despilfarro, el latrocinio como normas de gobierno, el oposicionismo convertido en chantaje y tantos otros males que han llovido sobre el Paraguay, habría que huir de la política como de la peste”.

Y remata: “Es necesario darse cuenta alguna vez que esa no es la política, sino la mala política”.

Esa diferenciación es trascendental para entender los principios y valores de la política. Por esa razón, en los últimos años se experimentó una fuerte arremetida para la formación de una ciudadanía crítica como tarea educativa o, en otras palabras, educar para la política. (Margarita Bartolomé, 2001).

EDUCACIÓN Y GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA

A partir de los 90, con el deseo de fortalecer los gobiernos fundados en el Estado de derecho, con equidad y justicia social, empieza a redefinirse el papel de la educación en los procesos de gobernabilidad democrática y convivencia pacífica.

Un extraordinario documento de la Unesco (1996) que contiene el informe final de la Comisión Internacional sobre Educación para el Siglo XXI, dirigida por Jacques Delors, incorpora a los tres pilares clásicos de aprender a conocer, aprender a hacer y aprender a ser, un cuarto elemento: aprender a vivir juntos, núcleo vital de toda democracia.

Ese mismo año la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) difunde otro documento sobre la necesidad de consolidar una cultura cívica democrática mediante la “adquisición de conocimientos políticos” dentro del sistema educacional.

Esos conocimientos permitirían que los estudiantes se identifiquen con los valores democráticos, generando en ellos un espíritu dispuesto a respaldar la democracia. Por tanto, dispuestos, también, a participar políticamente.

Este planteamiento tiene en su mirada una participación de calidad, que no se agota en formalismos democráticos. La meta es que los jóvenes adquieran la capacidad de formarse “un juicio crítico de las instituciones, los procesos y las élites políticas actuantes”.

¿Es posible llegar a ese estado ideal para el ejercicio de la ciudadanía? Bartolomé (2001) asegura que sí, pero conlleva el cambio de las instituciones, formación de los educadores, nuevos enfoques curriculares, nuevas orientaciones educativas y el desarrollo de nuevos materiales.

Aun así, justifica, el costo seguirá siendo bajo “si entendemos que está en juego el futuro de nuestra sociedad”.

ELECCIONES MUNICIPALES A LA VISTA

Más allá de la escuela se deberían aprovechar otros escenarios con el propósito de ir formando a los jóvenes para la política. Los desafíos más cercanos tienen que ver con las próximas elecciones municipales. Todos deberían comprometerse con su propia comunidad. El “no te metas” ha resultado altamente improductivo hasta el presente. Los gobiernos comunales, en su amplia mayoría, son de baja calidad.

La mediocridad y la corrupción seguirán multiplicándose si tienen el camino libre. Los talentosos y honestos deben involucrarse directamente en política para propiciar el cambio que tanto exigen desde la pasividad del teclado. Hay que empezar a ejercer la ciudadanía consciente y responsablemente.

Y desde la educación tenemos que pasar de la conciencia mágica a la conciencia política, como nos pedía Freire.

En un país sumido en el sopor de una ‘siesta interminable’ (Elvio Romero), por esa innata curiosidad del ser humano algunos jóvenes se animaban a leer más allá de los libros de textos. Mediante esas lecturas fueron construyendo una conciencia autónoma sobre su destino histórico y su compromiso con la democracia. Pero una educación vaciada de su contenido sociopolítico fue de escasa ayuda para que ese despertar fuera colectivamente más ambicioso. Así, cualquier atisbo contestatario era rápida y fácilmente reprimido”.

En su célebre conferencia sobre ‘Política y obreros’, el último día del año 1916, el doctor Ignacio A. Pane alertaba que “no meterse en política es la política de la peor especie”.

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