• Por Aníbal Saucedo Rodas
  • Periodista, docente y político

Presionados por la política exterior de varios países democráticos, y económicamente fuertes, más el irrefrenable malestar interior, los militares se vieron forzados a entregar el poder en América Latina en la década de los 80.

Electo en 1980, pero impedido de asumir por un sector de las Fuerzas Armadas, Hernán Siles Suazo solo pudo ser presidente de Bolivia en 1982.

La poderosa Central Obrera Boliviana (COB), desde las calles, arrinconó a los militares para la entrega de la presidencia de la República al legítimo ganador. Al año siguiente, el gobierno del radical Raúl Alfonsín pone fin a la sangrienta dictadura militar en la Argentina.

En 1985 con Julio María Sanguinetti retorna la democracia en Uruguay. Ese mismo año José Sarney se convirtió el primer presidente civil electo en Brasil desde el golpe militar de 1964.

El cerco se estaba cerrando. El Tiranosaurio del Paraguay daba sus últimas boqueadas –definición gráfica de Roa Bastos–, pero no tenía la menor intención de seguir los pasos de sus antiguos aliados. Los vientos democráticos que empezaron a soplar en la región parecían no inmutarle. Aunque cada vez más aislado, la represión en las calles y las detenciones arbitrarias seguían la rigurosidad del manual “anticomunista”. El propio Roa es arrojado a Clorinda sin más trámites que la “orden superior”. Con esa misma “ley” –la de la fuerza– se clausuran medios de comunicación. Y los periodistas son detenidos para “averiguaciones”. El dictador se sentía omnipotente. E intocable.

“A balazos subimos al poder y solo a balazos nos iremos” sentenció un diputado de la época, sin querer, pero con la precisión de un oráculo, el final del estronismo.

Y en la madrugada del 3 de febrero de 1989, mediante otro golpe militar, el viejo general es derrocado y enviado al exilio.

En 1990 Pinochet, uno de los dictadores más sanguinarios, deja el poder en manos del presidente electo, Patricio Aylwin. Se inicia así en Chile el proceso de transición a la democracia.

Recuperada la libertad, prontamente aparecieron los urgentes desafíos a enfrentar en la democracia: la pobreza y las desigualdades sociales. Una pesada herencia acumulada durante los oscuros años de las dictaduras militares.

El político e intelectual compatriota, exiliado por el estronismo, don Osvaldo Chaves saludó el advenimiento de la democracia con una frase que podía extenderse a las demás naciones vecinas: la larga noche quedó atrás.

Pero nuevos nubarrones se cerraron sobre las incipientes democracias, debilitándolas: las crisis políticas recurrentes, los conflictos sociales y las brechas que distancian “a los que demasiado tienen de los que solo tienen su pobreza”. Y el riesgo de la pérdida de legitimidad era un peligro latente.

Democracias frágiles

Una democracia que no puede garantizar, como mínimo, los derechos universales de salud y educación a los sectores más vulnerables es una democracia débil.

Dos décadas después, a pesar del avance de las libertades públicas, la gran deuda de las democracias seguía siendo la justicia social. Un Estado presente que pueda ser garante de la equidad.

Quizás, por eso, en el 2004, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) organizó un encuentro en el que se puso de resalto el avance significativo en la democracia electoral en América Latina, pero, en contrapartida, era una democracia ineficaz para satisfacer las aspiraciones sociales y combatir la pobreza y la desigualdad.

Quince años atrás los participantes de la reunión ya abogaban por el advenimiento de una “plena democracia de ciudadanas y ciudadanos”. Para llegar a ese estado ideal eran imprescindibles los componentes de fortalecimiento institucional, ciudadanía, inclusión política y buen gobierno.

Aunque no todos los sistemas políticos de la región propician una participación directa en la toma de decisiones, la ciudadanía latinoamericana demostró en las últimas semanas que tiene las fuerzas necesarias para torcer decretos y revertir medidas económicas que solo profundizaban las desigualdades sociales.

Un año después (2005), en una reunión preparatoria de la XV Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno que se celebraría en Salamanca, el eje central del debate fue “la insatisfacción social”, que representaba un verdadero peligro ante un posible “desencanto por la democracia” de parte de los ciudadanos que no se sentían representados por el sistema de partidos políticos. Por tanto, para evitar un retroceso hacia “las tentaciones autoritarias”, se había recomendado, una vez más, fortalecer y profundizar las democracias ciudadanas.

Muchos expertos coinciden que la raíz de la pobreza se encuentra en un “sistema socioeconómico que genera desigualdades sociales”. Y añaden que quienes experimentan esa situación no tienen acceso a derechos humanos básicos como educación, salud, empleo, vivienda, seguridad alimentaria, entre otros.

No puede, entonces, el Estado rehuir su responsabilidad de garantizar una política de mejor distribución de las riquezas. Sobre todo, teniendo en cuenta lo que alguna vez dijera don Federico Mayor, entonces director general de la Unesco: “El hambre es la más grave violación de los derechos humanos”.

Nada nuevo en un año

El actual gobierno se mueve por inercia en los programas para reducir la pobreza. Ninguna nueva estrategia ha sido presentada en público. Hay un estado de quietud que desespera. Una cosa es la asistencia, o intervención directa, del Estado y otra, muy diferente, el asistencialismo. Ambos modelos pueden resumirse en el subtítulo, en forma de interrogante, de un libro que leí hace años: “¿reducir la pobreza o controlar a los pobres?”. Sin embargo, hoy los pobres ya son difíciles de arrastrar con propósitos electorales. Aunque algunos siguen considerando a ese segmento de la sociedad como “sin memoria y sin cultura”, pareciera que adquirió conciencia de su precaria condición de vida.

El Gobierno debería tomar más en serio las crispaciones sociales generadas en otros países. Y los mensajes electorales que están enviando los grupos históricamente postergados.

El desencanto anunciado varios años atrás se ha materializado en multitudinarias protestas. Felizmente, el desencanto no es por la democracia, sino por los gobiernos y sus políticas de privilegios.

El 2020 debería arrancar con grandes obras de infraestructura, trabajo, mayor inversión en salud, educación y protegiendo la producción campesina. Despejar rutas y calles con cien o mil manifestantes es relativamente fácil. Con diez mil el problema será mucho más complejo.

No hay que minimizar como una simple explosión primaveral lo que ocurre en América Latina. Aunque lentamente, estamos avanzando hacia una democracia de ciudadanos y de ciudadanas. Y sus oleadas, tarde o temprano, tocarán nuestras orillas.

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