El estallido social en Chile, que recrudeció en los últimos 10 días de este mes, por la intención del gobierno de Sebastián Piñera de subir el precio del metro, sorprendió a todos en América Latina. Asusta porque creíamos que se trataba del país más estable económicamente, del que logró el mayor ingreso per cápita de Sudamérica, del más equilibrado en políticas públicas y justicia social, del más transparente, del más honesto, del más seguro de la región y el que mejor distribuye sus riquezas.

Sin embargo, esa imagen que nos habíamos formado, de una nación “modelo”, se esfumó en tan solo una semana de continuadas y violentas protestas callejeras. El caso de Chile forma parte de una serie de movilizaciones y crisis políticas que se están dando en varios países de la región, sin importar ideologías ni corrientes religiosas. Perú, Bolivia y Ecuador no han sido la excepción. La convulsión regional ha sido un toque de alerta para nuestro país, principalmente para los políticos y en especial para quienes están en función de poder en el Ejecutivo y el Legislativo.

Las protestas de la gente en esta parte del mundo marcaron una agenda de reclamos que los gobiernos no pueden desatender, si es que no desean que les pase lo mismo. La gente no está más dispuesta a tolerar abusos y cambios bruscos en el manejo de la política económica que perjudique a las masas, ni va a permitir que la corrupción (pública y privada) acabe con los recursos que el Estado recauda mediante los impuestos de los contribuyentes.

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Los gobernantes tienen que saber “leer” las denuncias en común que se están dando, como la gran desigualdad en Chile, las severas sospechas de fraude electoral en Bolivia, donde Evo Morales pretende perpetuarse en el poder, y comprender por qué los ecuatorianos se niegan a la eliminación de los subsidios a los combustibles.

También tienen que interpretar el alcance de lo que hizo el presidente peruano Martín Vizcarra, quien disolvió el Congreso luego de una larga crisis por casos de corrupción. Ahí está Venezuela, un país con un potencial inagotable de recursos minerales, pero que está atravesando una profunda crisis política, social y económica. La locura de su gobierno está llevando al hambre a todo su pueblo y al autoexilio de millones de jóvenes como nunca se ha visto en la historia de las migraciones en Sudamérica. El dictador venezolano Nicolás Maduro, adorador de “pajaritos”, hizo trizas un país que ganó fama por producir telenovelas de calidad y que estaba orgulloso de llenar vitrinas con cetros logrados en los certámenes de belleza más codiciados del planeta.

Es decir, se percibe que es la corrupción el factor preponderante que corroe los cimientos del desarrollo y socava cualquier esfuerzo de los pobladores de un país por salir adelante. Lamentablemente, no siempre los gobernantes, ladrones y verdugos de la miseria de su pueblo, son castigados, ni por la justicia ni con los votos del pueblo. Eso se vio en Argentina este fin de semana. Está visto que en democracia los pueblos también pueden equivocarse. En este caso, la gente le volvió a votar a un modelo que llevó al vecino país al borde del default.

El matrimonio Fernández-Kirchner enfrentó severas acusaciones de hechos de corrupción como gobernantes, que inclusive provocaron el enjuiciamiento de numerosos ex colaboradores cercanos por denuncias de sobornos para la realización de obras públicas. Es evidente que millones de argentinos extrañaban los subsidios a mansalva otorgados por Fernández-Kirchner, por lo que volvieron a apostar a una fórmula que les devuelva a aquellos tiempos. En lo particular, sospecho que Alberto Fernández no se animará a tanto una vez sentado en Casa Rosada.

Todos estos sucesos sirven de ejemplo para el Paraguay. Cada país tiene una realidad diferente. Las recetas que sirven para curar los males de uno, pueden no servir para aliviar los del otro. Por eso, las autoridades de turno tienen una doble responsabilidad para evitar un estallido social: deben diagnosticar los problemas más urgentes y aplicar las medidas correctivas. Tenemos cerca de 1.800.000 pobres (25%), de los cuales algo así como 350.000 (4,8%) están en la línea de la extrema pobreza. En términos más sencillos, en el caso de los pobres, deben ingeniarse para vivir con poquito más de US$ 110/mes en las zonas urbanas y con US$ 80/mes en las áreas rurales.

En el caso de los pobres extremos, la situación se complica, ya que se las arreglan para sobrevivir con US$ 40/mes. A esta realidad, de por sí una bomba de tiempo, se deben sumar las miles de familias campesinas sintecho dispuestas a invadir propiedades privadas en todo el país, así como la existencia de miles de asentamientos interurbanos que carecen de títulos de propiedad.

Esas cifras y necesidades van más allá de toda ideología y creencia religiosa, por lo que el Gobierno debería considerarlas y ser más responsables a la hora de atender genuinos reclamos ciudadanos y campesinos. No debe conformarse con hacer insinuaciones infundadas en contra de quienes sospecha serían “desestabilizadores”. Estas acusaciones indirectas, sin dar nombres, solo generan desprestigio y falta de credibilidad.

Es categórico que existen políticos -de izquierda, centro y de derecha- que están a la pesca de sacar réditos electoralistas-personalistas, pero a la postre si estos logran la simpatía y arrastre de sectores insatisfechos es porque el Gobierno no hizo bien su trabajo. En resumen, las necesidades de la gente no son una ficción, sino una realidad que solo los necios no quieren ver.

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